Comprensión lectora
Los problemas de Laura empezaron a los 12 años. En la prueba lectora, la frase decía: “la fábrica de caramelos no da para más”. Los alumnos tenían luego un huequito rayado para que explicasen, con sus propias palabras, el significado de aquella sentencia. Laura escribió: “el Sistema deja atrás a algunos niños”.
Sacó un cero en la prueba, que además puntuaba para no sé qué cosa internacional, y el director convocó a sus padres en su despacho. Les dijo que Laura no entendía la palabra escrita, que era manifiestamente incapaz de discernir un adverbio de una alcayata y que así no llegaría a ninguna parte. A partir de entonces todo fue de mal en peor para ella.
Por más que se proponía entender las cosas como mandaba la autoridad, Laura lo interpretaba todo al revés. Si en un escaparate ponía “¡Rebajas!”, ella leía “¡Consume hoy!”, y hasta veía ese “hoy” en negrita. Si en alguna parte se encontraba con las palabras “hecho en China”, ella unas veces leía “mano de obra esclava” y otras, “suerte tienes de haber nacido aquí”.
Los padres estaban desesperados y el profesor de lengua se acabó cogiendo una baja por depresión. El mejor oculista de la provincia le examinó las córneas con una lupa por si las tenía dadas la vuelta, pero resultó que estaban en la posición correcta. La trataron psicólogos, pedagogos y hasta un cura, no fuese a estar endemoniada. Todos concluyeron que la niña, chica ya por entonces, no tenía remedio. Hay gente que sencillamente no vale para las palabras.
Con los años la cosa se complicó todavía más. Cuando leía en un periódico “…las ventajas de la democracia…”, ella entendía “…la propaganda del capitalismo…”. Cuando ponía “crimen machista”, ella veía “sociedad patriarcal”. Por “rey” entendía siempre “vasallaje” y por “religión”, “superstición”. Era exasperante.
A los veintitantos ingresó en un club de lectura, que resultó ser como un club de alcohólicos pero más informal. Leían grandes clásicos y también allí Laura lo entendía todo a la buena de Dios. La gota que colmó la paciencia de sus compañeros fue cuando leyeron Don Quijote de la Mancha y Laura lo interpretó como la historia de una pobre campesina acosada por un viejo demente cuyos amigos, encima, le ríen las gracias.
Estaba a un tris de sacarse los ojos cuando conoció a Lucas. Coincidieron en una entrevista de trabajo. En el anuncio pedían “compromiso”, pero los dos entendieron “sometimiento”. Fue así, tirando del hilo, como se dieron cuenta de que padecían el mismo trastorno. También Lucas se había pasado toda la vida entendiéndolo todo mal, leyendo “yugo” donde ponía “hipoteca” y “control mental” donde decía “publicidad”.
Hoy Laura y Lucas quedan una vez por semana y se van juntos a leer carteles. Podríamos decir que serán felices para siempre si esa palabra, “siempre”, no fuese más que un placebo para abstraerse de la muerte inevitable.