Desde el inicio de la pandemia las diez personas más ricas del mundo han pasado de tener una fortuna de 700.000 millones de dólares a sumar unos 1,5 billones. Mientras, millones de personas han visto caer sus ingresos, según datos del último informe de Intermón Oxfam, titulado La desigualdad mata y basado en varias fuentes, incluido el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, Crédit Suisse o el Foro Económico Mundial. En él la ONG explica que la desigualdad económica y social contribuye a la muerte de “al menos 21.000 personas al día, o de una cada cuatro segundos” y propone que se establezcan impuestos sobre las ganancias acumuladas durante la pandemia para invertir con ellos en una sanidad pública universal y en otras necesidades que paliarían el sufrimiento y la injusticia social.
Que hay un reparto injusto es más que evidente. Para que se hagan una idea: si los diez hombres más ricos del mundo perdieran mañana el 99,999% de su riqueza, seguirían siendo más ricos que el 99% de los habitantes del planeta. La desigualdad explica y atraviesa nuestro presente. Quizá por eso la charla celebrada el pasado viernes en Madrid en el Círculo de Bellas Artes entre la vicepresidenta Yolanda Díaz y el economista Thomas Piketty acaparó tanta atención y público. En ellas ambos ponentes expusieron algunos de los retos más urgentes para paliar la desigualdad y crecer en democracia. El francés recordó que en Estados Unidos desde los años treinta hasta los ochenta se aplicaba un tipo impositivo medio del 82% a las rentas más altas. Esa medida que muchos estigmatizarían ahora “no solo no destruyó el capitalismo”, sino que coincidió “con el periodo de máximo dominio estadounidense en su avance económico con respecto al resto del mundo”.
Otro ejemplo que desgranó Piketty es el de Alemania en 1952, cuando aprobó un impuesto excepcional a la riqueza de las personas más ricas. “Este impuesto tuvo un papel clave para deshacerse de la enorme deuda pública que tenía el país después de la Segunda Guerra Mundial y para pagar la reconstrucción y la inversión en infraestructura educativa. A la larga, fue una muy buena elección”. Los paraísos fiscales son los grandes escondites que los más privilegiados utilizan para ocultar sus riquezas y evadir impuestos, participando con ello en el aumento de la desigualdad. “Hemos creado un derecho casi sagrado de algunas personas a enriquecerse. Pueden transferir sus activos a otra jurisdicción apretando un botón”, recordó el economista.
La vicepresidenta también aportó datos: en 1979 el tipo máximo del impuesto sobre la renta estaba en el 65%, mientras que hoy se sitúa en el 45%; y el 80% de la recaudación del IRPF se sostiene sobre rentas salariales. “No hay nada más que determine tanto la vida de la gente como los impuestos”, aseguró Yolanda Díaz, partidaria de defenderlos de forma “pedagógicamente activa”, recordando que “la cuestión no es subir los impuestos, sino quién paga los impuestos” y reconociendo que “las fuerzas de izquierdas tienen miedo a hablar de esto”.
En una campaña impulsada estos días en Puerto Rico se denuncia cómo algunos de los superricos estadounidenses se trasladan a la isla para evitar el pago de impuestos. Incluso la cadena Fox ha informado de ello. El pasado mes de junio el medio de comunicación ProPublica desveló que los 25 estadounidenses más ricos pagan menos impuestos que muchos trabajadores comunes. Lo hacen a través de artimañas legales. Por ejemplo, alguien muy rico puede ver duplicado el valor de sus acciones pero no tener que pagar nada mientras no las venda. Es decir, aportará cero dólares en impuestos sobre la renta. Mientras, alguien que cobre un salario de 30.000 dólares anuales tendrá que pagar aproximadamente unos seis mil en impuestos sobre la renta y otros gastos.
Para contar con dinero en efectivo algunos superricos piden un préstamo, poniendo como garantía su enorme riqueza y evitando contabilizar ingresos. Es una estrategia perfectamente legal pero enormemente injusta. Por eso surgen cada vez más voces en el mundo de la política y la economía que defienden un cambio fiscal y nuevas formas de gravar tributos a los más ricos sin que puedan esquivarlo. Es a estos reclamos sensatos en busca de una mayor democracia y una menor desigualdad a lo que algunos, con fines electoralistas, llaman comunismo. Si se asume su marco y se evitan debates urgentes por temor a este tipo de acusaciones populistas seguiremos sin poder adaptar las políticas y las leyes a las nuevas realidades de este siglo.
“Existe el riesgo a una especie de dictadura planetaria del poder transnacional”, decía el juez el juez de la Corte Interamericana de Derecho Humanos Raúl Zaffaroni en una entrevista publicada este domingo. “Hay una criminalidad financiera transnacional que ejerce un enorme poder y comete delitos”, añadía, compartiendo una preocupación que se extiende por cada vez más circuitos. Escribió el reportero polaco Kapuscinski que de las seis grandes preguntas que deben ser respondidas en una información -qué, quién, cómo, cuándo, dónde y por qué- es la respuesta al por qué lo que distingue el periodismo de un juego de niños. Por qué esta desigualdad evitable. Por qué se defienden privilegios que ninguna élite necesita para seguir siendo rica (y élite). Por qué la resistencia a un reparto más equitativo de la riqueza. Por qué esta sobrerrepresentación de los intereses de la minoría más privilegiada. Por qué la demonización de derechos esenciales y de la defensa del cuidado del planeta.
El sacerdote brasileño Hélder Câmara lo explicó así: “Si le doy de comer a los pobres me dicen que soy un santo. Pero si pregunto por qué los pobres pasan hambre y están tan mal, me dicen que soy un comunista”. Desconfíen de quienes estos días llaman a todo comunismo.