Tras la victoria de Donald Trump en 2016, La conjura contra América, la novela de Philip Roth, volvió a ponerse de moda. El libro imagina desde la perspectiva de un niño de una familia judía en New Jersey qué habría pasado si Charles Lindbergh, el aviador y simpatizante nazi, se hubiera presentado a la Casa Blanca -como valoró hacer- y hubiera derrotado a Franklin D. Roosevelt en 1940. El estreno de la versión en serie en HBO coincide con otro año electoral en Estados Unidos, pero también, de manera exacta e imprevista, con la explosión de la pandemia. Ver ahora la serie es una experiencia especialmente intensa.
Algunas de las escenas parecen sacadas de lo que ha sucedido en los últimos cuatro años en Estados Unidos, con el aumento de la violencia contra minorías (sobre todo contra hispanos, negros y judíos) con la complicidad del presidente. Pero la trama suena especialmente familiar en cualquier sitio al ver el despliegue de los mensajes más fanáticos entre la oscuridad y la incertidumbre de qué pasará. La serie cambia un poco el final respecto a la novela para insistir en el mensaje de que la historia no tiene por qué desarrollarse de la manera más lógica o más benigna: depende de ti, incluso aunque pesen tanto las fuerzas de los corruptos y poderosos malévolos.
La sociedad es tan fuerte o tan débil como cada uno de sus miembros dedicados a construir o a destruir. Y a veces es más frágil de lo que parece frente a las amenazas para la convivencia
Es inevitable seguir preguntándose cómo es posible que un país tan rico como Estados Unidos, que ha producido tecnología, libros, periódicos y políticos tan sofisticados, esté gobernado por una persona que dice ante las cámaras que habría que probar a inyectar algún tipo de desinfectante en los enfermos de coronavirus (erróneamente, locamente) mientras su asesora científica no sabe dónde mirar.
No hay una sola explicación y nunca la habrá, pero existe una conexión entre el ascenso de Trump y los grupos muy pequeños de personas que empezaron a inventar y difundir bulos en la década anterior -que el Gobierno iba a invadir Texas o que Barack Obama nació en Kenia- y los políticos que alimentaron estas mentiras para rascar unos votos más. Trump es un tipo famoso que cabalgó sobre esas locuras con la ayuda de dos supuestos que se cumplen también en países como España. El primero es que hacer afirmaciones completamente falsas tiene un precio muy bajo porque una mayoría suficiente está poco informada por falta de tiempo o interés. El segundo, que muchos votantes simplemente apoyarán al partido, esté quien esté al frente.
El deterioro de la convivencia se cumple mientras la mayoría calla, intimidada, abrumada o desinteresada. Es incómodo decirle al vecino que sus insultos y amenazas a un político o a una periodista están fuera de lugar y están mezclados con falsedades peligrosas para la salud pública sobre remedios caseros o sobre lo que se puede hacer en espacios públicos. La mayoría no va a hacer otra cosa que cerrar la ventana si alguien aprovecha los aplausos a los sanitarios que se están jugando la vida todos los días para gritar insultos al viento. La rutina diaria y los problemas personales pesan a menudo demasiado hasta como para notar qué está pasando. Y no se trata sólo del debate público sino también de ese momento en que las palabras empiezan a tener consecuencias reales contra las personas más desprotegidas. Luchar contra las injusticias cuando no te tocan de lleno es algo que sólo hacen unos pocos valientes.
El camino es muy difícil y más cuando los gestores dan información contradictoria, son poco transparentes sobre sus decisiones y están tan asustados como el resto. En el caso de España, además, el obligado equilibrio con las comunidades autónomas que tienen las competencias pero no quieren la responsabilidad de esta tragedia dificulta aún más tener soluciones oficiales.
La pandemia retrata a las personas, pero también las entrañas de un país, y el retrato no siempre es bonito: el estado de su sanidad pública, su capacidad industrial, su nivel de educación y su espíritu de convivencia en los tiempos más difíciles. Es una prueba en muchos más sentidos de los que probablemente logramos entender. Si algo nos dice La conjura contra América es que el futuro no está escrito. Parece una obviedad, pero dar por hecho que sí está escrito nos puede salir muy caro.