Desde tiempos inmemoriales, muchos de los peores insultos se basaban en ofender a alguien sin culpa con la intención de hacer daño a la persona insultada, solo por su relación de afecto o cercanía. Cuando a alguien se le decía “hijo de puta” no solía significar que nadie pensara que su madre lo era. Cuando el insulto era “cabrón”, casi nunca pensaba uno en la fidelidad conyugal de su esposa. Esos eran insultos por persona interpuesta, los clásicos del acoso de siempre, los exabruptos de personas débiles, en general envidiosas y cobardes, que no conseguían superar o vencer a la persona insultada y no veían más salida que escupir ofensas, aunque fueran falsas, precisamente porque sabían que no podían ofender a alguien que estaba muy por encima de ellos y, al no encontrar base para sus insultos, optaban por tratar de hacerle daño insultando a su madre o su mujer.
Ese comportamiento siempre ha sido despreciable, pero el que ahora se admita en el funcionamiento normal de ciertos políticos, periodistas, abogados y jueces es una muestra de lo bajo que hemos caído como sociedad y lo bajo que aún vamos a caer si no le ponemos coto.
La mentira como herramienta política para desprestigiar al adversario no es nada nuevo. La han usando personas de comportamiento despreciable a lo largo de la historia (y no solo de la historia reciente), tanto de la izquierda como de la derecha. Pero desde Göbbels, la cosa se ha ido institucionalizando como instrumento de la derecha y la ultraderecha hasta un punto que daría vergüenza ajena si a cierta gente le quedara este noble sentimiento en su repertorio.
Desde que el señor Trump, con su vergonzoso y despreciable comportamiento, ha enseñado públicamente el alcance del viejo dicho español: “Calumnia, que algo queda”, muchos de nuestros políticos y sus adláteres y turiferarios se han lanzado alegremente a insultar, gritar, mentir y comportarse como matones de barrio, como chulos de patio de colegio, como gorilas de discoteca.
Y, en vista de que no encuentran nada con que amenazar, chatajear y derribar a un adversario político que les queda grande –no es otra la razón del vergonzoso ataque del PP y Vox contra el señor Sánchez–, valientes y aguerridos como son (además de caballerosos, como se consideran a sí mismos), se dedican a atacarlo a través de su esposa, inventando toda clase de infundios.
Y no es solo una cuestión de izquerdas y derechas. Estoy segura de que a muchas gentes de bien, ciudadanas y ciudadanos que no votan al Partido Socialista, tampoco les gusta que se usen esas “armas”.
Es el clásico insulto a la madre, a la hermana, a la hija, a la mujer, que antes considerábamos repugnante, propio de cobardes, de ignorantes e inútiles que no se atrevían a batirse con elegancia, usando las armas de la verdad, la inteligencia y la retórica.
¿Cómo hemos podido permitir que, en la interacción pública de personas elegidas democráticamente para debatir y consensuar soluciones para el bien común del país, se hayan colado energúmenos deplorables que insultan, mienten, gritan y toman como blanco de sus injurias a personas que no están en política, sino que simplemente forman parte de la familia del presidente del país?
Nos preocupamos, con razón, del bullying, del acoso en los colegios y las empresas; de los bulos propagados por redes sociales para desacreditar y dañar la imagen de personas inocentes. Nos preocupamos, con razón, de las fake news –“embustes” sería la palabra de nuestra propia lengua–, de las fotos falsas de desnudos y relaciones sexuales. Sin embargo, consideramos aceptable arremeter contra una mujer que no ha sido elegida como representante pública de un partido; una mujer que está, simplemente, casada con un hombre que ha llegado a ser presidente del Gobierno de España.
Esto es sucio, señoras y señores. Esto es haber entrado en la resbaladiza pendiente que acaba en un charco de fango donde pronto estará chapoteando nuestra clase política y después todo el país.
Lo estamos convirtiendo todo en un triste espectáculo televisivo de serie B, con unos tertulianos groseros y gritones; en un grotesco Grand Guignol, donde la mayor parte del tiempo y el esfuerzo que los políticos deberían dedicar a la política (que es el trabajo por el que la ciudadanía les paga) se dedica o bien a inventar mentiras que puedan hacer daño a unos y otros, o bien a defenderse de ellas.
¡No permita usted que unos impresentables lo venzan, señor presidente! Muchas ciudadanas y ciudadanos lo apoyamos, a usted y a su esposa. No deje que venzan los que no pueden convencer"
¿Recuerdan la antigua canción popular 'Vamos a contar mentiras'? Pues eso. Solo que antes era algo gracioso por lo absurdo, algo que se cantaba cuando se salía de excursión, y que ahora va en serio, y va a matar.
No puedo, ni debo, aconsejar al señor Sánchez en esta terrible situación. Solo quiero recordar que tenemos un presidente educado, elegante, inteligente, que ha conseguido alcanzar muchos de los objetivos que parecían imposibles.
¡No permita usted que unos impresentables lo venzan, señor presidente! Muchas ciudadanas y ciudadanos lo apoyamos, a usted y a su esposa.
No deje que venzan los que no pueden convencer.