Eh, ¿qué tal tus vacaciones? Te lo preguntarán en unas semanas, y tú responderás fastidiado: muy cortas, sin desconectar del todo, con llamadas y correos del trabajo, sin poder olvidarme de los marrones, y además con la incertidumbre de si en septiembre habrá cambios en el curro. Pero mira, esta vez el que responde así no eres tú, no solo tú, sino también Pedro Sánchez, Alberto Núñez Feijóo, Yolanda Díaz y un montón de diputados, cuadros, asesores, ministros y ministrables. ¿Qué tal vuestras vacaciones?
Si recuerdas, de toda la vida democrática la clase política tenía vacaciones de verdad: eran tradición los reportajes desenfadados donde les preguntaban sus destinos, qué libro leerían, qué deporte practicarían. El presidente se iba a alguna residencia oficial sin escándalo (hasta la llegada de Sánchez, claro, que ni derecho a vacaciones le reconocen sus adversarios), el líder de la oposición presumía de sencillez y cercanía a la gente, veíamos fotos de políticos en bermudas, haciendo deporte o en el chiringuito; todo era parte del mismo costumbrismo democrático con que el rey transparentaba parte de sus vacaciones.
Conseguíamos, en aquellos veranos de antes de la crisis-política-permanente, olvidarnos de todos ellos durante al menos un mes, tiempo en que también desaparecían de la parrilla las tertulias y programas matutinos, los presentadores estrella eran sustituidos por otros más frescos, los periódicos se aligeraban, los telediarios abundaban en frivolidades, y la política quedaba fuera de las conversaciones en playas, campings y sillas de calle al fresco nocturno. Ya sé, estoy idealizando el pasado y cayendo en la nostalgia, pero tengo edad para recordar un tiempo en que las elecciones no se repetían, las noches electorales dejaban un resultado indiscutible, y la pasión democrática se apagaba al llegar agosto.
Ahora la incertidumbre política se nos comió ya medio verano, con las elecciones del 23 de julio, y amenaza con darle otro bocado grande por el otro extremo, con la constitución de Congreso y Senado el 17 de agosto. Así que la clase política y toda su industria auxiliar (partidos, cuadros, cargos de confianza, pero también periodistas, tertulianos y articulistas como quien esto firma) nos hemos quedado con unas vacaciones cortas y, peor, contaminadas por la resaca de estas intensas semanas anteriores, y por la expectativa de las aún más intensas que vendrán después.
La política se ha ido volviendo tan ingobernable e incierta como las vidas de tanta gente, así que también las vacaciones de la clase política se acercan un poco a las vacaciones que ya teníamos muchos: cortas, sin desconectar del todo, sin soltar preocupaciones y sin saber qué nos espera al regreso. Este año las imágenes de las vacaciones de Sánchez o Feijóo serán muy diferentes: laboriosos, responsables, despachando asuntos, hablando por teléfono, leyendo ensayos de actualidad. La lamparita del Estado que no se apaga ni en agosto.
Acaba ahí el parecido con las vacaciones de la gente, claro. Acordémonos de todos aquellos cuyas vacaciones casi no son dignas de tal nombre (soy autónomo, algo sé de ello), y por supuesto quienes ni siquiera las conocen porque no pueden dejar de trabajar en verano. Entre las muchas batallas que se nos quedan en los márgenes por tanta urgencia, está la de defender a muerte las vacaciones: no solo tenerlas, sino que sean de verdad, libres del productivismo dominante y de la invasión laboral de cada resquicio de nuestras vidas; que sean radicalmente lo contrario al trabajo, la ociosidad más absoluta, la apología de la pereza. Yo lo intentaré en los próximos quince días, no me busquéis por aquí. Y os digo una de las cosas mejores que se pueden desear hoy a alguien: felices vacaciones.