No tengo nada contra los curas. Tampoco contra las monjas. Como principio, en la vida, trato de no tener nada contra nadie como punto de partida. Sería algo un poco absurdo defender la universalidad de los derechos y hacer una preselección de a quién dejo entrar en mi zona de confort y a quién no, sólo y únicamente por si es afín en ideas o creencias. Si actuase automáticamente así, no sólo me estaría perdiendo muchas de las cosas que aprendo y desaprendo, sino que me estaría perdiendo a mí misma.
Creo que la gente radicalmente distinta a lo que somos en el plano intelectual y espiritual es imprescindible si realmente nos creemos lo de la sociedad rica en pluralidad, democracia y diversidad. Pero también soy perfectamente consciente de que para que la convivencia sea posible no basta compartir valores idealizados como el diálogo, la escucha, el respeto y la honestidad. Si queremos compartir barrio, pueblo, ciudad o país es indispensable que cada cual se responsabilice de autogestionar su cuota de contribución a los siete pecados capitales: la lujuria, la ira, la avaricia, la pereza, la gula, la envidia y la soberbia.
Así pues, si siento repugnancia y escalofríos ante el Papa y su jerarquía eclesial no es por una animadversión irracional hacia la Iglesia Católica como religión ni por un rechazo visceral a quienes profesan su fe, sino porque vienen dando amparo e impunidad, de forma sistemática, a una de las peores manadas que ha conocido la Historia de la Humanidad. Da igual que lleven sotanas oscuras, blancas, violetas o coloradas, bajo ellas se vienen escondiendo depredadores sexuales de adolescentes, niñas y niños. Principalmente hombres, pero también algunas mujeres que perfectamente podrían aparecer en cualquiera de los relatos del marqués de Sade.
Ahora que el escándalo salta por enésima vez, no basta que el Papa Francisco imponga la tolerancia cero hacia el abuso infantil. No es suficiente que advierta a su gente que, independientemente del cargo y responsabilidad del hombre o la mujer implicada, deba dimitir de su ministerio. No puede olvidar el Pontífice que, aunque no haya escándalo, en la vida civil, estos hechos son gravísimos delitos y que la justicia divina hasta ahora solo le ha funcionado bien a los suyos, porque las víctimas necesitan justicia de verdad, esa que lleva aparejada el fin de la inmunidad, la impunidad y de los privilegios que dan las cartas de recomendación, los retiros secretos y las pensiones completas. A partir de ahora, no basta con que el depredador se auto retire de la vista del Pontífice puesto que, como buen depredador sexual, sin condena, tratamiento ni control, buscará nuevas víctimas.
Es cierto que, ante el último escándalo de Pensilvania, las declaraciones de la viceportavoz del Vaticano, Paloma Ovejero, tienen un matiz distinto a las que han hecho (cuando las han hecho) sus predecesores. En esta ocasión, señalan desde el Vaticano que los más de mil abusos que cuenta un informe de 1356 páginas que se ha hecho público hace unos días, son “crímenes no pecados” y que “los culpables y quienes los permitieron tienen que pagar por el delito”.
Más allá de la obviedad y de que muchos de estos crímenes han prescrito, es un mensaje importante. Pero el Papa Francisco debería hacer algo más que reconocer que estamos ante delincuentes que no se deben sustraer de la justicia y han de salir de la Iglesia por voluntad propia. Bergoglio tienen el deber no solo moral, sino legal de actuar. Podría tomar nota de las lecciones que, de otros escándalos, en absoluto comparables, han extraído algunas ONG. Podría fijarse en las medidas y buenas prácticas que están adoptando desde Oxfam a partir del escándalo de Haití. Para esta organización está claro que hay un antes y un después y la ‘Tolerancia Cero’ no significa que “quien la hace recoge sus cosas y se va sin pagar hasta que le pillen” sino que, ante todo, es la organización, la institución la que se responsabiliza de evitar que tenga lugar cualquier caso de acoso, abuso, agresión o violación.
Para ello, se han comprometido en implantar y reforzar sistemas de prevención, denuncia e investigación como si les fuera la vida (porque en realidad, como institución, les va). Entre otras cosas están obligando a que quienes trabajan para ellos firmen un Código de Conducta, también han adoptado acciones concretas como designar personas capacitadas que sirven como “puntos focales” de protección para dar soporte a las personas que quieren denunciar, o han creado una Comisión independiente que evalúa la cultura y las prácticas de Oxfam en cuestiones de género.
Más allá de estar al lado de las víctimas y de decir que son sus ‘preferidas’, el Papa está obligado a poner los medios e implantar acciones concretas y urgentes que erradiquen de la institución que dirige los abusos, agresiones y violaciones que cometen sus ‘hermanos y hermanas’. Es necesario que quede claro que hay un antes y un después cuya frontera no sean solo palabras. ¿Con qué legitimidad puede sino ir esta semana a Irlanda a presidir unas Jornadas de Familia? Está obligado a actuar. Si no anuncia ni adopta ninguna medida, acción o plan igual debería dimitir o disolver una organización en la que demasiados templos, escuelas y centros huelen a violación. Tiene la oportunidad, ahora que reconoce que estas actuaciones son crímenes, de luchar con los medios que le da el poder terrenal. La violencia sexual de su manada es, hasta ahora, la más peligrosa para la integridad de mujeres y menores de edad por lo mantenida y silenciada que ha estado a lo largo de la Historia, por gozar de total impunidad.