Corría el año 1981 y ya no había dudas. El éxito periodístico y empresarial de El País era evidente, y hasta suscitaba (como tantas cosas de la España de esa época) admiración en el extranjero. No sólo era la referencia ideológica de la izquierda moderada, digamos socialdemócrata, aunque hasta eso ha sido negado luego, sino que incluso ganaba dinero. Si lo primero ya era algo reseñable, lo segundo parecía heroico en un país con un número de lectores de prensa no mucho mayor que el que había en los años 30.
Fue el filósofo José Luis López Aranguren, muy ligado al diario desde sus orígenes, el que le asignó una divisa de la que podía presumir y que le hiz creer que podía mirar por encima del hombro a sus competidores: la condición de “intelectual colectivo”. Como si Ortega y Gasset se hubiera despertado una mañana y hubiera descubierto no que era un insecto repulsivo sino varias decenas de páginas impresas en blanco y negro. Llenas de noticias. Llenas de ideas.
“Llegada ésta, en los cinco años que han pasado y cumpliendo a su modo la profecía antes mencionada –escribía Aranguren en 1981– ha llegado a ser el intelectual colectivo-empresarial de la España posfranquista. EL PAIS procede pues, sin la menor duda, del orteguismo. Pero representa un orteguismo mucho más sociológico que ideológico, orteguismo asumido y, a la vez, superado. Como declara Vidal-Beneyto, existe una lucha, siempre latente, y que sale a la luz en las juntas generales de accionistas, entre casi todos los fundadores, con Julián Marías como su principal portavoz intelectual, y quienes hacen el periódico, desde el consejero delegado y el director hasta el último trabajador, apoyados por la mayoría de los accionistas, por lo demás, como es sabido, muy variopintos. El poder periodístico, muy justamente, tiende a estar en manos de quienes efectivamente hacen el periódico, y no de sus propietarios”.
Esa lucha a la que se refiere Aranguren consistió en el enfrentamiento en los primeros años entre algunos de los primeros accionistas, más liberales que socialdemócratas, y la dirección de la empresa, a la que Aranguren suma sus periodistas, y de ahí que hable de ese “poder periodístico”. Los disidentes descubrieron que sólo destruyendo el diario podían hacerlo volver a lo que ellos creían que debía haber sido. Pronto quedaron en minoría y fueron desprendiéndose de sus acciones.
Como marca la ley, el anuncio de la venta de esas acciones debía aparecer publicado en el propio periódico. Durante meses, aparecieron inmensos recuadros en los que se leían los nombres de los accionistas (algunos de ellos dirigentes o militantes de UCD o AP), el tipo de acciones y su número. De alguna manera, eran las esquelas de los fallecidos en esa primera guerra contra el poder periodístico o lo que Aranguren llamaría después el “intelectual colectivo”.
Fuera o no real entonces ese concepto de poder periodístico, es decir, el poder de la redacción dentro de la empresa, la influencia comenzó a difuminarse cuando la Prisa extendió sus intereses a la televisión y la radio. Y ha encontrado ahora su final dramático con el anuncio de despidos y bajas para una cuarta parte de la redacción. Hay un hecho que simboliza más que otros esa pérdida de poder. La decisión de la redacción de retirar la firma de sus artículos sólo duró 24 horas después de las presiones por parte de la dirección, que enarboló el Libro de Estilo contra los periodistas.
El Libro de Estilo se refiere a la necesidad de firmar las informaciones para que el periodista se responsabilice de su contenido. Es en principio una idea razonable pero en la crisis actual se convierte en un arma en manos de la empresa para intentar mitigar el impacto de una protesta. Por eso, la compañía envió un ultimátum a sus trabajadores en forma de una carta del consejero delegado en la que advertía que no firmar un artículo supone un “incumplimiento contractual”.
El periódico lleva varios días recibiendo fuego graneado de algunos de sus colaboradores más conocidos. Maruja Torres, Elvira Lindo o Forges han sacado a relucir el ataque a la redacción de una u otra manera. No podía faltar Forges, que ha dedicado toda una serie de viñetas a los efectos de la reforma laboral. Alguna de ellas –dado el nivel de remuneración multimillonaria de Cebrián y del resto del consejo de administración de Prisa– parecen casi premonitorias.
Pero por parte de la redacción, la empresa hará todo lo posible para que la contestación sea mínima. Si en una época El País pudo asumir ese manto del intelectual colectivo fue, entre otras muchas razones, por su defensa de los sindicatos como fuerza imprescindible en las relaciones laborales de un país democrático. Ahora una protesta como la retirada de firmas, que no se puede calificar de radical porque no compromete la salida del producto a la calle, es calificada como “la protesta opaca del Fuenteovejuna de turno”.
El intelectual colectivo era uno de esos mitos de la transición. Ahora ni eso. La defensa de los derechos laborales sólo es ya un empeño absurdo y anacrónico. Los periodistas de El País han perdido el derecho a usar –y retirar– su nombre y apellidos, un elemento básico de su identidad. Será porque ahora son más colectivos que nunca.