El método Fallarás como oportunidad
Desde el día en que el MeToo español le estalló a Errejón en la cara de niño bueno, arreciaron los aplausos, pero también las críticas, hacia la fuente que había hecho público en Instagram el testimonio de una mujer que acusaba de abuso sexual, sin dar su nombre, a un reconocido político madrileño. Lo que pasó después ya lo sabemos. El canal por el que nos llegó la información es la cuenta abierta por la periodista Cristina Fallarás en dicha red social para recibir esa clase de testimonios. El método Fallarás recibió palos a diestro y siniestro; principalmente, por parte de la ultraderecha, de la derecha, de la izquierdita cobarde y de muchas personas respetables e inteligentes, que se manifestaron muy juiciosas y templadas; entre ellas, unas cuantas mujeres feministas y, por supuesto, una gran cantidad de hombres aliados.
Una red social no es el lugar para llevar a cabo esas denuncias, para eso están las comisarías. ¿Por qué esas mujeres lo cuentan ante una periodista y no ante un juez? ¿Por qué han tardado años en hacerlo? ¿Por qué lo hacen de manera anónima? ¿Y si es una denuncia falsa, una venganza, un chivo expiatorio, una campaña de desprestigio, una maniobra política? ¿Vamos a participar de la cancelación y el linchamiento antes de que el presunto culpable sea juzgado y condenado con las [también presuntas] garantías que concede el ordenamiento jurídico de nuestro sistema democrático? Vivimos en un Estado de derecho que recoge la presunción de inocencia. Estos han sido los principales argumentos para oponerse al método Fallarás. Han sembrado la duda y está bien que así sea: esa duda demuestra un sentido muy loable de la democracia y la justicia.
Sin embargo, tales críticas denotan un esfuerzo por deslegitimar la voz de las mujeres y frenar el avance en España del movimiento MeToo. Pero lo más inquietante es que ese esfuerzo se lleve a cabo desde filas feministas. Feminismo blanco y burgués, claro. Yo misma me he sentido por momentos incómoda con el método, incluso después de haber sido víctima de violencia sexual y de haberlo publicado. De hecho, yo misma me he puesto de perfil, he sido tibia o he callado ante abusos de amigos o correligionarios; considero esencial reconocerlo, aunque estoy segura de que nos ha pasado a todas. En la entrevista con la escritora y pensadora estadounidense Carol J. Adams, autora de La pornografía de la carne (ochodoscuatro ediciones), que publicamos recientemente en El caballo de Nietzsche, se dan respuestas de una abrumadora lucidez a comportamientos como el que confieso, cuando Adams analiza la misoginia en el movimiento de defensa de los derechos animales.
Carol J. Adams -experta en violencia machista, en activismo antiespecista, en mercantilización de los cuerpos, en resistencias, en la vinculación entre la violencia contra las mujeres y la explotación de los animales no humanos; es decir, en la interconexión entre distintas formas de opresión, en el vínculo entre los feminismos y la liberación animal- cuenta que después de publicar La política sexual de la carne, título por el que fue reconocida internacionalmente, abrió un blog para que las mujeres del activismo animalista (que representan el 75% de las personas que forman parte de este movimiento y, de manera mayoritaria, tienen puestos y tareas de responsabilidad en las organizaciones) contaran sus experiencias de violencias sexuales y abusos sexistas por parte de sus compañeros hombres. Lo hizo porque se alineó con el movimiento MeToo y trató de usar su visibilidad para hacer a su vez visible esta cuestión. Su blog se llenó de testimonios de mujeres activistas en la defensa animal que habían sido víctimas de estas violencias.
¿Cuál fue la reacción ante estos testimonios? Se acusó a Adams de recurrir a métodos perjudiciales para la causa. “¿Qué estás haciendo, Carol, quieres destruir el movimiento?”, le preguntó el destacado activista Henry Spira. Exactamente la misma crítica que se le ha hecho ahora a Fallarás, reprochándole que el espacio que ha abierto para dar voz a las mujeres pueda perjudicar al feminismo. Adams lo achaca a las dificultades que encontramos las mujeres para unirnos en defensa propia. Lo que hizo entonces el movimiento de defensa animal fue cambiar a esos hombres de un lugar a otro (como la iglesia católica ha estado haciendo con los curas pederastas). Sus abusos se toleraban porque se decía que esos hombres eran muy eficaces (como se ha dicho siempre de Errejón), aunque sus ideas y comportamientos estuvieran impregnados de racismo y sexismo.
Aquellos hombres, generalmente blancos de clase media, fueron tomaron posiciones de poder en el movimiento y consiguieron que no se siguiera la línea de Carol J. Adams o del ecofeminismo, enfoques mucho más amplios y tranversales del activismo. Se dijo que no era bueno tener luchas internas en el movimiento de derechos animales, como se dice ahora sobre el movimiento feminista. “Todavía”, se lamenta Adams, “nos estamos recuperando de la idea de que atacar esos comportamientos era atacar el movimiento. Tengo mucha rabia y dolor por las oportunidades perdidas, y también porque los hombres que decían que las mujeres mentían siguen en el movimiento y las mujeres no”.
Sin nombrar correctamente las distintas construcciones culturales de las violencias, siempre estaremos bajo sus amenazas, nos advierte. Eso es precisamente lo que se está haciendo en la cuenta de Instagram de Cristina Fallarás: nombrar correctamente las distintas construcciones culturales de la violencia contra las mujeres. Y eso solo podemos hacerlo las mujeres: las hijas, las nietas, las sobrinas, las madres, las hermanas, las novias, las esposas, las compañeras, las vecinas, las alumnas, las amigas. En espacios seguros. Con o sin anonimato. Antes o después. Delante de un policía o no, delante de un juez o no. Cualquier mujer que lea los testimonios de esa cuenta se verá reflejada. No asumir los riesgos que pueda conllevar ese método es arriesgarnos a perpetuar esas violencias. No podemos perder la oportunidad. Porque ellos siguen en el poder, como aquellos hombres activistas. Porque los testimonios de ellas son para llorar y, como señala Carol J. Adams, “si algo nos hace llorar, debemos prestarle atención”.
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