Apenas unos días han bastado para que los talibanes, en paseo triunfal por los puentes de plata tendidos por Estados Unidos y la Comunidad Internacional, devuelvan a Afganistán al régimen de terror del fundamentalismo yihadista. Unos días con un trasfondo de dos décadas, de cuatro, de más de un siglo si se quiere. Más. Sobre esta tierra algo mayor en extensión que España, poblada por más de 35 millones de personas que en buena parte viven casi en la Edad Media con una esperanza de vida de apenas 46 años, han venido jugando al Monopoly sin descanso los grandes especuladores internacionales. La imagen, desoladora, de ese regreso al abismo, tras tanto dolor, tantas trampas, chapuzas, desiguales esfuerzos, pérdidas y lucros, aparece como el símbolo del mundo extraviado de hoy. Como una foto fija de lo que es y viene. Aviso a navegantes ciegos.
Cuesta contemplar a esa tribu de bárbaros sentados en el palacio presidencial dispuestos a impartir su fanatismo y brutalidad. Y las imágenes de la huida desesperada en el aeropuerto de Kabul. Inmenso dolor, estupefacción ante la cesión total por más que fuera largamente anunciada, impotencia. Quien piense que las campañas de protesta harán mella en esas cabezas encendidas en odio y cerrazón es no conocer su historia. Ahora disimulan. Poco.
Afganistán posee la mala suerte de la riqueza que no controla. Sobre todo como punto clave geoestratégico por cuyo control se pugna. Se ubica en una encrucijada de países significativos que lo circundan: Pakistán, Irán, Turkmenistán, Uzbekistán, Tayikistán y la República Popular China. Todos miran, todos son observados desde el enclave afgano. Hace un siglo (agosto 1919) lo encontramos liberándose del Imperio británico. Intervención soviética, invasión estadounidense y múltiples guerras civiles de tribus enfrentadas aspirando al poder jalonan una trayectoria de guerra permanente. Principal productor de opio del mundo -de heroína, por tanto- y con reservas sin explotar de gas natural, por Afganistán pasa el oleoducto con el petróleo del Golfo Pérsico.
Los talibanes fueron alimentados y mantenidos por EEUU en su pugna con los soviéticos. En 1996 se hacen con el poder y el mundo conoce su regresión. Contra las mujeres, contra la cultura, contra los derechos. Cinco años malditos. Los atentados del 11S de 2001 acarrearán la invasión norteamericana ordenada por George W. Bush con apoyo de Gran Bretaña y avalada por la ONU. Se busca como autor a Bin Laden. No hay balances oficiales de víctimas civiles pero numerosas fuentes cifraron en 10.000 los muertos afganos en aquellos días, más del triple de las víctimas de las Torres Gemelas. Sin televisores, ni periódicos, ni cines, ni teatros, muchos de ellos no llegaron a conocer el rostro del fundador de Al Qaeda, aquél por quien morían. Y resulta que Bin Laden ni siquiera estaba allí.
A lo largo de estos 20 años han sido miles los muertos, casi un cuarto de millón, sumando Afganistán y Pakistán por la misma causa.
Nunca cesaron los atentados y secuestros. En los primeros meses de 2020, la ONU contabilizó 1.200 civiles caídos por los ataques talibanes. En cuanto al costo económico, solo la Administración norteamericana ha destinado 2 billones de dólares a la operación en Afganistán. A pesar de lo que ahora diga el presidente norteamericano Joe Biden -que lo niega- tenían supuestamente como destino modernizar el país y su ejército. Ése que ha dejado pasar a los talibanes sin oponer resistencia.
José María Aznar decidió sumar España al contingente internacional y Zapatero lo prorrogó. Nos hemos gastado allí 3.500 millones de euros. De la misión afgana venían los 62 militares del Yak 42 fallecidos en el accidente de la desidia, que no figuran en el balance internacional, claro está. Otros 42 murieron en distintas contingencias, entre ellos una jovencísima soldado gallega, Idoia Rodríguez Buján. Perdimos en Afganistán, pues, a un centenar de compatriotas. En las guerras se mata y se muere. Y se dejan jirones del alma de por vida.
Porque esta historia tiene miles de nombres que aportar, de labores, de empeños. Los que sí reconstruían. En las calles de las ciudades y pueblos del país. En los hospitales, en la seguridad. Las afganas, sus derechos en particular. Muchas aves de rapiña a desterrar también. La corrupción que nunca cesó. En los despachos coció Donald Trump el acuerdo de la retirada de tropas norteamericana con los talibanes. La guerra se perdía y no había mucho más que sacar ya. El acuerdo de Doha, Qatar, en febrero de 2020 incluyó la liberación hace justo un año de 400 talibanes con delitos de sangre y al resto ya han empezado a sacarlos de la cárcel, nada más llegar. La Loya Jirga o gran asamblea de ancianos y élites políticas de Afganistán aceptó la medida a cambio de esa paz prometida. El mal menor a veces avala crímenes mayores y, siempre, aplaza soluciones definitivas.
Trump fue el que firmó la retirada de tropas. Bush y Obama, los que habían ido cociendo el emplasto. Biden, el que ha cumplido el acuerdo dejando solos a los afganos. Todos sabían lo que iba a pasar. Como la Comunidad Internacional, ese ineficaz coro de murmullos que rara vez se moja.
Todo para volver al punto de partida. Exactamente. Entrega incondicional sin resistencia. A la barbarie talibán. El presidente Ashraf Ghani huye del país con total tranquilidad, con cuatro coches y un helicóptero llenos de dinero en efectivo, según la embajada rusa en Kabul. El guarda del Palacio Presidencial (con traje occidental) recibió así de efusivo a los talibanes.
Todas las mujeres con conciencia del mundo nos sentimos sobrecogidas con el tratamiento aplicado por los talibanes a nuestras congéneres en los años de la ignominia que ahora vuelven porque lo llevan inscritos en sus genes, porque ya empezaron a imponerlo en las primeras zonas que fueron controlando. Silenciadas, anuladas, tapiadas en vida, azotadas por la más estricta irracionalidad, consideradas por los talibanes al nivel de las cabras de sus granjas. Produce un incontrolable desgarro pleno de indignación. Ahí están las chicas que estudiaban medicina, enseñaban, informaban, las mujeres que vivían –más o menos en desigualdad, desde luego-. En desigualdad cierta. “Dos tercios de las jóvenes afganas no están escolarizadas y el 75% afrontan matrimonios forzosos, en muchos casos antes de cumplir 16 años”, cuenta Olga Rodríguez en su imprescindible y pormenorizado análisis en ElDiario.es.
Quienes tienen capacidad de solucionarlo no van a hacer otra cosa que surtirnos de palabras. Y eso con suerte. Josep Borrell, jefe de la Diplomacia de la Unión Europea, se ha pronunciado diciendo : “Los talibanes han ganado la guerra, así que tenemos que empezar un diálogo con ellos lo antes posible para evitar un desastre humanitario y migratorio”. Los afganos y afganas amenazados añadirán a su desgracia ser... “un desastre migratorio”. En la línea habitual. Sabemos que era difícil, de los señores de la guerra y de la guerra de guerrillas, de los intereses del tablero internacional, pero eso no lo explica todo. Es la hora de la impotencia y de la impunidad. La toma del bastión más brutal. Un símbolo, un aviso, porque los talibanismos se extienden ya por muchos otros lugares, apenas cambiando el nombre de sus dioses. Las batallas se pierden cuando no se conocen las estrategias bajo mano, los flancos débiles y hoy no pueden estar más claras.
La solución no está en salir corriendo en pos de unas escalerillas de avión abarrotadas cuando todo parece perdido. De todas las salidas, ésa es una de las peores al estar guiada por la desesperación. Los talibanes no han tomado Afganistán, se lo han entregado. Ahí está la clave.