Cuando querían alabar a un joven poeta (normalmente hombre) decían que era el nuevo Rimbaud, pero cuando querían destrozarlo (destrozarla, más bien) decían que había nacido una nueva Carmen Jodra. Siempre me pareció un insulto maligno, precisamente porque la alusión a Jodra no era de por sí nociva. ¿Por qué debería serlo si con sólo 19 años se había convertido en una de las poetas más importantes del país? ¿Por qué debería serlo si sus dos primeros libros de poemas cambiaron la manera de entender la lectura y la escritura de poesía de toda una generación? ¿Por qué debería serlo si antes, muchísimo antes de eso que ahora llamamos la poesía best seller, su primer libro ya fue todo un fenómeno en ventas en toda España?
En verdad, lo nocivo de Carmen Jodra era la mediocridad y el odio con los que una pandilla de críticos y poetas del momento (finales de los años 90, principios de los 2000) se atrevieron a mirarla. Lo nocivo de aquel nombre residía únicamente en lo que los otros sugirieron sobre ella. En lo que los otros manosearon su historia hasta dar con ese chiste con el que también pretendían insultar a toda aquella mujer joven, o no tan joven, pero mujer, que de pronto sobresaliera en ese pequeño mundo que “les pertenecía”.
Desde que leo y escribo poesía –también comencé de adolescente, precisamente después de haber leído mucho a Carmen Jodra, a Miriam Reyes, a Yolanda Castaño o a Elena Medel– no he dejado de encontrarme con esa mirada. Con esa advertencia. Incluso en clase de literatura, aún en el instituto, nuestro profesor lo perfilaba así: hablaba de esas “muchachas” que escribían poesía en sus veintipocos y que de pronto desaparecían de la escena, vete tú a saber porqué. “No vayas a ser una de ellas”, me sugirió una vez cuando le dije que quería presentarme a un premio escolar. “No vayas a convertirte en una Carmen Jodra”, me impuso, aunque riendo, en otra ocasión.
El motivo de la “desaparición” de esas “muchachas” me lo sugirió muchos años más tarde Yolanda Castaño, con una anécdota que ya he repetido mil veces, pero que me hubiera gustado conocer cuando tenía trece, o cuando iba a los recitales de Jodra, o cuando empecé a publicar mis propios poemas en revistas y antologías, para defenderme yo o para defendernos a todas o simplemente para saciar mis ganas de meter alguna que otra hostia. Castaño me contó en 2017 que había visto cómo muchas poetas se “esfumaban” de la escena para dejar de sufrir todo tipo de acosos. Porque para qué iban ellas a escribir poesía y querer compartirla en ciertos círculos literarios, si luego esos círculos sólo iban a mostrarles la hostilidad más rastrera.
Cuando colgué la llamada a Castaño me pregunté si acaso era eso de lo que mi profesor me había querido proteger hacía muchos años. Si el “no te conviertas en Jodra” era en verdad un “ojalá no te hagan tanto daño como le han intentado hacer a ella y a otras tantas mujeres de la historia que han escrito lo que han querido y que han sobresalido siendo ellas mismas”.
Por desgracia, todavía hoy dudo que esa fuera su intención. Y aunque lo hubiera sido, cuánto estaría equivocándose. Porque “ser una Carmen Jodra” no tenía nada de malo. Al contrario. Ojalá hubiera escrito yo un primer libro tan bello y arriesgado como el suyo. Ojalá tuviera un conocimiento de la poesía clásica como el suyo. Ojalá me hubiera parecido yo mínimamente a Carmen Jodra.
Ser “una Carmen Jodra”, entonces, no debería ser un insulto, sino un motivo de orgullo. Una magnífica celebración. Ojalá más Carmen Jodra en el mundo, pues eso significaría decencia y belleza. Significaría atención y plenitud. Significaría la poesía por la que luchó y no el odio con el que quisieron mancharla. Ojalá más Carmen Jodra, ahora, y en nuestro recuerdo. Porque aunque hoy que lloramos la prematura muerte de la poeta –que nos dejó el 24 de julio 2019, con tan sólo 39 años– mañana seguiremos leyéndola con el mismo asombro y el mismo cariño y la misma admiración que la primera vez.