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Cuestión de credibilidad

Con el debate de investidura y la votación del candidato propuesto por el Jefe del Estado empieza propiamente la legislatura. La división de poderes exige que el Parlamento tenga que tener como contrapunto un Gobierno. Hasta que no ha constituido un Gobierno, el mandato de los parlamentarios está sometido a una condición suspensiva, que, transcurridos dos meses desde la primera votación de investidura, se convierte en condición resolutoria. La propia supervivencia del órgano constitucional Parlamento depende de la existencia del órgano constitucional Gobierno. Sin Parlamento no hay Gobierno, pero sin Gobierno tampoco hay Parlamento. Aunque el Parlamento tiene legitimación democrática directa, dicha legitimación se desvanece si no es capaz de transmitirla a través de la investidura del Presidente del Gobierno.

En España la legislatura tarda en arrancar. Siempre. Incluso cuando los resultados son inequívocos y no existe el más mínimo problema para la formación del Gobierno. Los plazos establecidos por la Ley Orgánica de Régimen Electoral General para la proclamación de candidatos electos y resolución de los recursos contra dicha proclamación, retrasan la sesión constitutiva de las Cortes Generales y el inicio del proceso previsto en el artículo 99 para la investidura del Presidente del Gobierno. Dichos plazos son interpretados, además, con generosa discrecionalidad por el o la Presidenta del Congreso, lo que los prolonga todavía un poco más.

En buena lógica ese plazo entre la jornada electoral y el momento en que se pone en marcha el proceso para la investidura, debería conducir a que ésta se produjera con fluidez. En España siempre hay tiempo más que de sobra para que se haya negociado todo lo que se tenga que negociar y se haya ensamblado por el candidato el equipo que lo va a acompañar desde el Consejo de Ministros en la “dirección política” del país a lo largo de la legislatura.

Que esto no ocurra es un indicador de una avería en la maquinaria institucional de la democracia. Que desde la noche del 28 de abril hasta este fin de semana no haya habido une negociación digna de tal nombre que permitiera celebrar la sesión de investidura con una razonable expectativa de éxito, arroja una sospecha sobre la propia investidura y sobre la idoneidad del Gobierno resultante de la misma para dirigir políticamente el país.

La democracia tiene siempre como punto de partida la desconfianza entre los distintos actores con representación parlamentaria. No hay democracia sin desconfianza. Pero tampoco la hay, si a partir de ella no se construye una fórmula de cooperación que permita la gobernabilidad. Fórmula de cooperación que exige la fabricación de una determinada mayoría para la formación de Gobierno. La desconfianza es siempre el punto de partida y la confianza el punto de llegada.

Ahora bien, el proceso de transformación de la desconfianza en confianza tiene que tener credibilidad. De no ser así, es posible que se alcance una mayoría para la investidura, pero es difícil que dicha mayoría garantice la gobernabilidad, que es de lo que, en último extremo, se trata. La investidura no es un fin en sí misma. Es un trámite constitucional para hacer visible que existe una mayoría de gobierno para “dirigir la política interior y exterior” (Art. 97 CE). Si la forma en que se alcanza esa mayoría no resulta creíble como expresión de una confianza en el candidato al que se inviste como Presidente del Gobierno, es el propio cumplimiento del trámite constitucional el que se pone en cuestión. Es lo que ocurrió con la investidura de Mariano Rajoy en 2016.

Me temo que algo de esto puede acabar pasando en el proceso de investidura que todavía está en curso. Los actores del proceso deberían ser conscientes de la múltiples y fundadas dudas que han sembrado hasta el momento entre la ciudadanía. Es de suma importancia que las dudas empiecen a quedar desvanecidas. La confianza que se exprese en la votación de investidura no solamente tiene que ser creíble, sino además tiene que parecerlo.