Cuidado con reinventar la expresión 'violencia política'

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La violencia política de la que ahora se habla en tantos medios a raíz del intento de asesinato del primer ministro eslovaco no es un fantasma que amenaza Europa. La violencia política es una realidad tangible que lleva existiendo y produciéndose en los países de la UE desde hace años y que, muy especialmente en la última década, sufren las mujeres, disidentes sexuales y personas racializadas que ejercen sus derechos políticos en el espacio público, sea como representante política como periodista o como activista. Sin embargo, suele suceder que hasta que el hombre blanco cishetero sufre en sus carnes la violencia del odio, esta no existe a los ojos de la sociedad, esta no se nombra con todas sus letras y no salta la alarma de que algo nos amenaza como democracia. 

Esto, precisamente, es lo que está sucediendo estos días con lo que se está nombrando como “violencia política” para describir un fenómeno, el de los ataques y atentados a personas que se dedican a la política en distintos países de Europa. Preocupa la violencia contra los políticos europeos, pero esta es solo una expresión de una violencia política mucho más compleja. Una violencia política en cuya expresión de género se ha tolerado con bastante manga ancha porque hasta ahora no afectaba a ellos, a los hombres que están en política y ocupan posiciones de poder. 

En nuestro país, sin ir muy lejos, se ha asistido con total desinterés a la violencia política de género que sufrió la anterior ministra de Igualdad, Irene Montero, la ex alcaldesa de Barcelona Ada Colau o la ex vicepresidenta de la Comunitat Valenciana Mónica Oltra. No ha sido hasta que Pedro Sánchez ha dicho “no puedo más” cuando los medios que quieren hacer periodismo de calidad han abierto el melón de cómo la desinformación, el lawfare y la violencia política dañan a la personas, las instituciones y la democracia. Hasta que el hombre blanco poderoso dijo “me agreden”, no se paró todo para reflexionar sobre lo que estaba pasando. Como si fuera nuevo lo que estaba pasando. 

La violencia política es un ejercicio de poder que busca dominar y preservar o cambiar determinado orden social por la fuerza. Y lo hace intimidando o agrediendo a quienes ejercen su derecho al sufragio pasivo y de participación en la vida pública y política porque son considerados como “enemigos” por ese orden dominante: las mujeres, las disidencias sexuales, las personas racializadas, de etnia gitana, las extranjeras… Es un ataque a la libertad de expresión y a la integridad física en el marco de los de derechos civiles y políticos. La imposición violenta de un mecanismo de control sobre quienes tienen que ocupar y tener visibilidad en los lugares políticos y espacios donde se hace la vida pública. 

La violencia política no es estrictamente la violencia contra los políticos ni son los magnicidios, pero sí tiene que ver con la violencia que alientan determinados políticos o partidos. La violencia política tiene una carga ideológica supremacista y de aversión a los Derechos Humanos. Es violencia contra quienes ejercen sus derechos políticos, muy especialmente los derechos político-electorales, pero también los derechos de participación y representación en otros espacios clave para la democracia como sindicatos, medios de comunicación, instituciones culturales, ONG, movimientos sociales, tejido vecinal, abogacía, etc. Lugares donde el ejercicio de la libertad de expresión y otros derechos políticos son fundamentales para la buena salud democrática. Por eso en el acercamiento que ahora se hace en Europa y en España a la conceptualización de la violencia política es importante no caer en el reduccionismo de creer que es solo aquella que se da en el ámbito de la vida política al margen de lo que las personas que son atacadas representan en el funcionamiento democrático. La violencia política está relacionada con los derechos políticos, no solo de la clase política ni de toda la clase política. 

En España nunca debió permitirse que llegara tan lejos la violencia política de género hacia mujeres que ahora están fuera de la escena de la gobernabilidad a consecuencia de las secuelas aquella violencia. De aquellos lodos, estos barros, le diría yo al presidente Sánchez. E, igualmente, Europa no debería haber dejado caer en el olvido crímenes como el asesinato de la diputada británica laborista Jo Cox (defensora de las personas migrantes) a manos de un neonazi al grito de los “británicos primero”, pues al hacerlo no solo se obstaculiza la comprensión y la gravedad de una violencia política que no es nueva ni un fantasma, sino que se impide señalar como las políticas europeas y británicas anti-inmigración han venido a dar la razón al asesino de Jo Cox. Aquel asesinato político no ha servido de nada.

El que ahora se hable de violencia política como si fuera un fenómeno nuevo es síntoma de nuestro eurocentrismo a la hora de explicar los problemas que amenazan la democracia ignorando la experiencia, el conocimiento jurídico y el recorrido académico que, por ejemplo, en América Latina se tiene respecto a lo que es la violencia política y cómo hacerle frente desde las leyes, las instituciones y el periodismo comprometido. Pero, además, delata la indiferencia con la que hasta ahora se han tratado a todas las víctimas, especialmente mujeres, de esa violencia política que ha tenido lugar y tiene lugar a los ojos de todos. Si ahora se piensa que es demasiado grave lo que le está sucediendo a algunos políticos igual es porque se debía de haber actuado, puesto el foco y denunciado mucho antes. Pero no se hizo… porque eran mujeres y feministas, eran intrusas para la clase política.