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Nos da miedo morir porque la vida sigue

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Leía esta semana un reportaje de Andrea Farnós sobre el movimiento preparacionista, el peso de su industria –107.000 millones de dólares al año– y el crecimiento paulatino del número de personas que se adhieren a un movimiento que, opinión personal, cada día tiene más sentido. En Estados Unidos fue el huracán Katrina –o la gestión vía laissez faire de la catástrofe– lo que llevó a mucha gente a la conclusión de que las dos únicas cosas inevitables en esta vida son la muerte y los impuestos, y, como lo segundo no pudo evitar lo primero, muchos acabaron adheridos al lema de la Guardia Costera estadounidense: semper paratus, siempre preparados; por lo que pueda pasar. En España, el paso de la DANA ha sido la última actualización del trauma intergeneracional que está suponiendo el cambio climático; estos movimientos catastrofistas son el retrato de un mundo tan acostumbrado al shock que eslóganes como el de que solo el pueblo salva al pueblo se graban a fuego en nuestra conciencia colectiva. 

La del preparacionismo me parece una postura legítima; yo, que soy de Murcia, prefiero tener una mochila con barritas energéticas y una tienda de campaña debajo de la cama a confiar en que, si un día se nos cae el cielo encima, López Miras va a ser capaz de salir corriendo del reservado del Odiseo para hacer algo útil. El problema lo veo en quienes hacen del preparacionismo un modo de vida; si pasas toda tu vida esperando un desastre y este no ocurre, lo normal es frustrarte. Nadie construye un búnker en su jardín sin desear de algún modo sentirse más listo que su vecino cuando caigan las bombas. El preparacionismo, la supervivencia, en un mundo capitalista, busca amplificar la lucha hobbesiana del uno contra el resto; es el survivalismo de la diferencia: sobrevivir para llevar la razón. Por eso hay quien prefiere llevar en la mochila un .38 a una pistola de bengalas, porque una vez se tañen las campanas no querrán saber nada de nadie.

Durante la pandemia hubo algunas semanas en las que, de un modo u otro, pensé que iba a ser el fin de todo; que llegaría el colapso y vete a saber qué más cosas después. Y tengo que reconocer que pasé buena parte del confinamiento cabreado; habría preferido un apocalipsis subido a la parte de atrás de una pick up, disparando con una ametralladora a una horda de zombis, antes que toda aquella movida; no nos volvimos cazadores-recolectores, sino que tuvimos que ver por televisión a un montón de idiotas en Núñez de Balboa manifestándose con bolsos de Prada y chalequitos de Spagnolo. A lo largo de mediados del siglo XX siempre existió el riesgo –y sobre todo, la narrativa del riesgo– de una guerra nuclear que redujese todo a cenizas, una luz blanca y pálida seguida de una onda de polvo y destrucción; y entendí que necesitamos la épica para darle sentido al fin de las cosas. Nadie se imagina teniendo una muerte tonta como la de Francis Bacon, que se quedó encerrado por fuera de su casa durante una nevada y lo mató una pulmonía días después; necesitamos pensar que la nuestra será la que cierre el telón; nos da miedo morir porque la vida sigue.

Así que este mundo que nos queda nos ha extirpado toda posibilidad de extinguirnos con dignidad; ya no habrá zombis aguardando en cada esquina, ni un supervolcán que justifique tanta destrucción. Como mucho tendremos una infección respiratoria y manadas de nazis por las calles, pero el fin, como tal, ha dejado de existir. La otra tarde estuve leyendo el Apocalipsis de San Juan y luego fui a cenar a un sitio de esos de smash burgers; la historia se repite, primero como tragedia y después como farsa. El fin no es el fin, sino la decadencia sistemática, la podredumbre de las vigas que lo sostienen todo hasta que estas caen y se reemplazan por cualquier otra cosa. Lo peor de morirse de amor es que uno nunca llega a morir del todo, y con el fin del mundo ocurre lo mismo: que no se acaba, sino que te obliga a caminar entre sus ruinas, a respirar el humo y el azufre tras el incendio; el infierno era exactamente eso.