Con motivo del 75 cumpleaños de Juan Carlos de Borbón, la televisión pública española trató, supuestamente, de agasajar al monarca con un programa panegírico que falló de forma estrepitosa (ya se sabe que, con frecuencia, los sonidos del silencio son más estruendosos que los de la algarabía; se sabe que el volumen de la nada suele ser más evidente que el de cualquier contenido). No extraña que la intentona fuera fallida, pues es lo que pasa cuando lo que se hace persigue un objetivo distinto al anunciado: no era una fiesta de cumpleaños, sino el aprovechar, a la desesperada, la circunstancia del aniversario para generar unos réditos ya imposibles: la defensa a ultranza de la Corona, su inútil acercamiento a un pueblo que nunca la quiso o ya no la quiere, no se la cree.
Sobre la entrevista de Jesús Hermida al Rey queda poco que añadir. Un Rey que no sabe que decir, al que se le ven las costuras torcidas de un pobre guión que es obvio que tampoco él se cree. Un Rey sin el carisma de los grandes hombres. Sin capacidad ni para la seducción, sin inteligencia ni para la manipulación. Sin ninguna fuerza, ni la del poder ni la de la verdad. Sin la campechanía que se le atribuyó, siquiera. Un Rey pillado en falta, fuera de juego, desconcertado, agónico, más muerto que vivo.
Por su parte, la bochornosa actuación de Hermida ha hecho correr ríos de tinta sonrojada: el envaramiento de su actitud, la servidumbre ante el personaje, la ranciedad del tratamiento, la vacuidad de sus preguntas, la reiteración inane. Qué necesidad tendría este periodista septuagenario de echar por la borda una carrera profesional que, gustase más o menos, le hacía merecedor de respeto. Supongo que la vanidad. Imaginar un broche regio para tu trayectoria, un colofón incomparable, la traca final: entrevistar al Rey… De traca ha sido, desde luego, pero de otra naturaleza. Estoy segura de que Hermida lo lamenta. O quizá no, la ceguera puede ser total. En cualquier caso, poco importa: asuntos entre monarcas y lacayos.
Me importa mucho más lo que vino después: esa especie de monográfico sobre la Transición en el que participaron distintos personajes de la época, desde banqueros como Francisco González hasta periodistas como Iñaki Gabilondo, desde empresarios como César Alierta hasta escritores como Antonio Gala. Lola Herrera, Concha Velasco, Nuria Espert. Santana, Ángel Nieto. Nájera, Dexeus, Punset. Ansón, Cebrián. Lo que el Rey había llamado antes “generación de la libertad”. Y lo que contaron fue bastante patético. Lo que recordaron, pobre. Lo que transmitieron, poco. Lo digo con el respeto debido porque soy de las que creen que los mayores merecen consideración: a su experiencia, a la sabiduría aprendida en el camino. La palabra generación se repitió como si fuera la última palabra y como si fuera la ultima generación. Como si no hubiera habido otra. Como si la historia de España fueran solo ellos. Es una fea sensación que nos transmite siempre la generación de la transición. Fea por soberbia y fea por egoísta.
La generación de la transición nos tiene un poco hartos porque ha ido muy sobrada, si se me permite la expresión. Se creen que hicieron milagros y lo que hicieron fue unos pactos más que discutibles. No se hizo justicia, no se pidió perdón. Se heredó lo que quiso Franco (el que murió en la cama), empezando por el Rey. Se permitió la permanencia de los fascistas en el poder, se reservó un lugar privilegiado para la Iglesia Católica. No fue para tanto, señoras y señores de la transición. Quizá hicieron lo que pudieron y no podían hacer más, de acuerdo, pero sería de agradecer la humildad de reconocerlo. Personalmente, yo reconozco que el miedo es libre, que la miseria moral deja muy poco margen, que la falta de músculo democrático puede llevar a tragar lo que sea. Pero ustedes deberían ser los primeros que dijeran: es lo poco que podíamos hacer, apenas preparar el camino, agostado por décadas de dictadura militar, para los que vinieran después. Lejos de eso, se les llena la boca con su componenda. Yo lo digo con todos los respetos. Pero reclamo el respeto debido a las generaciones posteriores, a las que todos estos señores y señoras, intelectualmente muy mayores, emocionalmente esclerotizados, ningunean, minusvaloran y hasta desprecian. Forges, cuya presencia en esa hagiografía televisiva me sorprendió, llegó a decir que no veía nada, nadie que le convenciera en la actualidad. Qué poca vista. Y, sobre todo, qué poca generosidad.
¿Es que los de la “generación de la libertad” no ven lo que han dejado, lo que han hecho, la que han liado sus banqueros, sus empresarios, sus presidentes, sus consejeros delegados, su Rey? ¿Es que no les queda un poco de dignidad? La suficiente para acercarse a los jóvenes, analizar juntos los errores, intercambiar aptitudes, perspectivas, ideas. Respetar. Luego dicen del respeto a los mayores. Un respeto debido, por supuesto, pero que hay que merecer. Como merecen respeto las generaciones posteriores, los jóvenes que están tratando de superar las trampas de aquella supuesta libertad de su generación. Que se ha demostrado libertinaje.