En defensa de la obra pública

El habitual maratón de inauguraciones oficiales el día anterior a la convocatoria de una elecciones ha provocado el también habitual maratón de chistes, ocurrencias y propuestas respecto a la pasión de los políticos por hacerse fotos cortando cintas inaugurales y el presunto despilfarro en obra pública al cual, al parecer, somos tan aficionados y nos ha traído todas las desgracias.

Estos días se repiten eslóganes que significan nada como “menos cemento, más conocimiento”, se proponen parar en seco toda clase de programas de infraestructuras, desde el AVE a una rotonda, o se hacen cálculos fantásticos sobre lo mucho y mejor que rendirían esos dineros invertidos en cosas con nombres más modernos y dinámicos.

Para no repetir errores del pasado no estaría de más repasar algunas cifras básicas que pueden ayudar a tomar mejores decisiones. Entre 1995 y 2012 España invirtió 580.000 millones de euros en infraestructuras y obra pública civil. A pesar de lo aparatoso de la cifra y un discurso dominante que atribuye gran parte de la crisis al despilfarro y la irracionalidad de nuestras obras públicas, esa cantidad equivale a la mitad de lo invertido en Francia durante el mismo período y representa un veinte por ciento menos de lo dedicado por Alemania.

Ambos países disponían ya en los noventa de una red de transportes e infraestructuras muy superior a la paupérrima red española. Aún así siguieron invirtiendo en ambiciosos programas de obras públicas porque sin una buena red de comunicaciones y transportes resulta imposible competir. Los ahorros de hoy suelen acabar siendo las carencias de mañana.

Hace treinta años España no podía competir porque era un país mal comunicado y desconectado de las vías de alta capacidad. Hoy compite porque se ha conectado. Sin muchos de los denostados programas de obras públicas ni nuestras grandes empresas punteras, ni las exportaciones, ni siquiera el turismo, habrían crecido como lo han hecho.

Hasta el inicio de la crisis el setenta por ciento de la facturación  de las grandes constructoras españolas provenía de obra pública. La drástica caída de la inversión en infraestructuras públicas han obligado a las empresas españolas a buscar trabajo fuera. En 2007 invertimos más de cuarenta mil millones en infraestructuras, en 2014 poco más de nueve mil millones de Euros. El ahorro ha sido espectacular. Pero para hacer bien las cuentas convendría descontar el brutal coste económico y social que ha supuesto en empleos destruidos o en pequeñas y medianas empresas subcontratistas obligadas a cerrar.

El mal llamado “gasto público”, culpable hoy de todos los males, en realidad es inversión productiva en infraestructuras, o en sanidad, o en educación, o en ciencia…. Especialmente en épocas de recesión tira de la empresa privada, de la innovación y el conocimiento y también del crecimiento económico. La inversión pública produce negocios privados y, aunque no puede hacer los milagros que suelen prometerse, crea efectivamente conocimiento, empleo y riqueza.

Los notorios y escandalosos casos de obras públicas absurdas fácilmente ridiculizables en los medios, o los dolosos sobrecostes alimentados por la corrupción, no deberían llevarnos a estigmatizar el conjunto de una política de infraestructuras públicas más racional y necesaria de cuanto ahora interesadamente se pretende hacer creer.

España debe ser el único país del mundo donde disponer de muchos kilómetros de alta velocidad o de muchas universidades representa un problema. Aquello que para otros países de nuestro entorno representa una evidente ventaja competitiva, para nosotros parece suponer un lastre insoportable. Así nos va.