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Opinión - Ni liderazgo ni autoridad. Por Esther Palomera

¿Democracia franquista?

El portavoz del Partido Popular en el Congreso de los Diputados, Rafael Hernando.

Carlos Hernández

Con el aplauso entusiasta del Partido Popular, la más alta institución judicial de nuestra democracia ha hecho lo necesario para que Francisco Franco continúe enterrado con todos los honores en el mayor mausoleo de nuestro país. El Tribunal Supremo ha rechazado la demanda presentada por varios juristas, entre ellos Baltasar Garzón, encaminada a evitar que los despojos mortales del dictador asesino continúen siendo objeto de homenaje permanente en el único monumento fascista que queda en Europa: el Valle de los Caídos.

Los magistrados vestirán su decisión con una serie de excusas legales, pero lo único que han hecho es reivindicar la figura de quien secuestró las libertades en nuestro país durante 40 años, del criminal que asesinó extrajudicialmente a cientos de miles de personas por defender la democracia, del responsable del robo de decenas de miles de bebés, del verdugo que pactó con Hitler deportar a más de 9.000 españoles y españolas a campos de concentración nazis como Mauthausen, del “buen cristiano” que provocó con su pasividad cómplice la muerte de más de 50.000 judíos de origen sefardí en las cámaras de gas de Auschwitz-Birkenau, del machista que encerró por ley a las mujeres en casa para que se dedicaran a servir dócilmente a sus amos-maridos, del corrupto que montó desde el Palacio de El Pardo un emporio económico del que todavía disfrutan sus descendientes…

El Supremo no reconocerá nada de esto en su auto, faltaría más; se limitará a hablar de preceptos, competencias e interpretaciones enrevesadas de las leyes. Estamos acostumbrados a que los nostálgicos de la dictadura escondan sus filias franquistas bajo todo tipo de excusas. Si los magistrados utilizan argucias jurídicas, sus correligionarios políticos y periodísticos emplean variados giros argumentales: “No reabramos heridas”, “miremos al futuro y dejemos tranquilo el pasado”, “me gusta que los muertos descansen en paz”, decía este martes el gran Rafael Hernando. Es evidente que el portavoz del Grupo Popular se refería, en realidad, a “mis muertos”, entre los que ocupa un lugar destacado el “Generalísimo”.

Pero ¿por qué dicen estas necedades en lugar de reconocer abiertamente su lealtad a lo que representó la dictadura? En mi opinión, la respuesta es muy clara: los hechos, los datos y la documentación que hoy conocemos son tan demoledores que a los franquistas les resulta imposible mantener y, todavía menos, ganar un debate de fondo sobre lo que representó el golpe de Estado de 1936 y la posterior dictadura.

Victoria Prego ha sido la última en intentarlo y ello le ha llevado a protagonizar uno de los mayores ridículos periodísticos de los últimos tiempos: tratar de defender “documentalmente” la bondad del Valle de los Caídos. La presidenta de la Asociación de la Prensa de Madrid escribía este martes un artículo repleto de falsedades históricas. Prego presentaba como verdades absolutas barbaridades tales como que los presos republicanos, “entre 800 y 1.000”, que construyeron el Valle “nunca acudieron en régimen de trabajos forzados”.

No sé qué fuente ha utilizado esta reconocida periodista, pero los archivos oficiales franquistas revelan que fueron un mínimo de entre 7.000 y 9.000 los presos republicanos que participaron en la construcción del monumento y que todos ellos sufrían un régimen de trabajos forzados. Aunque la presidenta de la APM dé a entender que estos hombres estaban casi de vacaciones en el Valle, los datos del organismo franquista competente, el Patronato Central para la Redención de Penas por el Trabajo, dicen otra cosa: 8 de cada 10 presos esclavos que excavaron la montaña para construir la gruta resultaron heridos, de distinta consideración, en algún tipo de accidente; en todo el Valle, al menos 14 prisioneros murieron durante los trabajos y varios miles arrastraron secuelas el resto de su vida (especialmente lesiones provocadas por el esfuerzo físico y la escasa alimentación, así como dolencias pulmonares generadas por el polvo de granito que tuvieron que tragarse).

Quizás más sangrante sea aún que Prego defienda el supuesto espíritu de reconciliación del monumento porque, argumenta, se enterró en él a víctimas de los dos bandos: “Ahora mismo la Basílica cobija en la cripta los restos identificados de alrededor de 35.000 caídos en el frente y en las retaguardias, la mayoría de los cuales, me aseguró el anterior abad de la Basílica, Anselmo Navarrete, pertenece al bando republicano”, decía en su artículo. Ya sabemos cuál es la fuente de la presidenta de la APM. Si hubiera contrastado esa monacal versión, se habría percatado de que la práctica totalidad de esos muertos republicanos fueron llevados allí no solo sin el consentimiento, también sin el conocimiento de sus familiares. En otras palabras, les mataron a sus seres queridos y les robaron sus restos para enterrarlos junto a sus verdugos. Todo un gesto de reconciliación.

Ojalá el artículo de Prego y esta decisión del Supremo fueran excepciones o meras anécdotas. El problema es que se suman a otros graves hechos que ponen en duda la calidad de nuestro sistema democrático. Este lunes, el que fuera fiscal de Anticorrupción Carlos Jiménez Villarejo afirmaba en El Intermedio que “en ocasiones parece que estemos viviendo un Ministerio Fiscal que tiene cierto parentesco con lo que fue el Ministerio Fiscal en la dictadura”. Se refería Villarejo al cese de los fiscales que investigaban a cargos del PP acusados de corrupción y al nombramiento de un Fiscal General del Estado que acusó, en su día, a Baltasar Garzón de protagonizar “un acto subversivo” por haber pretendido juzgar los crímenes del franquismo.

La denuncia de Villarejo coincidía, además, en el día en que la familia Franco volvía a impedir las visitas turísticas al Pazo de Meirás. El palacete, que fue robado a los Pardo Bazán durante la guerra, sufragado forzosamente por los vecinos de la zona y regalado al dictador, sigue siendo hoy propiedad de sus descendientes. Unos descendientes que no solo no lo devuelven a sus legítimos dueños, sino que se pasan por el forro las leyes democráticas que les obligan, al menos, a abrirlo unos pocos días al público. Todo muy revelador.

No me queda espacio suficiente para recordar otras derivas totalitarias que sufrimos en estos días de leyes mordaza, ladrones de guante blanco mimados por la Justicia, titiriteros encarcelados, corruptos que gozan de trato de favor en las prisiones… Quizás todo venga de lo mismo y, por ello y sin quererlo, la clave de lo que ocurre nos la dé la propia Victoria Prego en el arranque de su polémico artículo: “El Valle de los Caídos es inseparable de la figura de Francisco Franco y, aunque se exhumen sus restos y se trasladen al cementerio de El Pardo, donde está enterrada su mujer, siempre conservará su huella”. Así es, durante 40 años de democracia se ha demostrado que no se acaba con la huella de Franco con medias tintas. La única lejía democrática eficaz es la que emplearon en Alemania con el nazismo o en Italia con el fascismo: destruyamos todas y cada una de las huellas físicas, políticas y jurídicas del franquismo; y sí, saquemos a Franco de su tumba un minuto antes de reducir a escombros el maldito Valle de los Caídos.

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