Aún no sabemos por qué Mohamed Lahouaiej Bouhlel decidió convertir su camión en una arma de asesinato masivo. Las principales evidencias que le sitúan en la órbita del terrorismo integrista se reducen a su origen tunecino y una reivindicación del Estado Islámico sospechosamente tardía y declarada “ambigua” por los expertos. Ni estaba fichado, ni se conocen más evidencias que permitan convertirle en un converso terrorista. Sí sabemos que era un delincuente común violento con su familia, solitario e inestable.
La prudencia que ahora todo el mundo maneja no nos impidió declarar de nuevo la guerra contra el terrorismo y advertir de que el objetivo final somos nosotros, nuestras democracias y nuestros valores occidentales. Una vez más nuestros gobiernos vuelven a plantearnos que debemos elegir entre democracia y seguridad. Un falso dilema que sólo tiene una solución posible: la dictadura. La elección nunca es entre libertad y seguridad. El dilema que afrontamos se reduce a elegir entre la democracia y la tiranía.
Siempre he sostenido que hablar de guerra contra el terrorismo era pura propaganda de consumo interno y conceder un éxito a los asesinos. Ayudarles a convertir sus crímenes en batallas de una guerra sólo puede beneficiarles, facilitarles la construcción de un pretendido relato heroico y el reclutamiento de nuevos asesinos convertidos en mártires.
El terrorismo se combate con inteligencia y con democracia. No hace falta dejar sin efecto media Constitución para perseguir eficazmente a los terroristas. Ni estamos en guerra con los países árabes o el Islam, ni ellos se hallan en guerra con nosotros ni Occidente. El noventa por ciento de las víctimas del terrorismo integrista son musulmanes decentes y pacíficos que seguramente sólo querían vivir en paz y en libertad. Niza sucede a diario en Iraq, en Afganistán o en Siria
Declaramos querer que la democracia llegue a los países musulmanes pero ni estamos preparados para que así sea, ni estamos dispuestos a asumir los costes de ayudarles. En realidad preferimos alimentar gobiernos secuaces a gobiernos que sean socios y amigos. Preferimos poblaciones silenciosas y vigiladas a ciudadanos libres que puedan hablar de igual a igual a sus vecinos europeos.
La secuencia de las reacciones internacionales frente al intento de golpe en Turquía puede leerse como un libro abierto. La primera en reaccionar fue la OTAN reclamando respeto para las instituciones turcas y su Constitución. Luego el presidente Obama manifestó su apoyo al gobierno democrático turco. Solo después entró en escena la UE para pedir primero “contención y respeto”, a través de la responsable de la política exterior comunitaria, Federica Mogherini, “contención y respeto” y reclamar horas más tarde la vuelta al orden constitucional y su respaldo al “gobierno democráticamente elegido” por medio de un comunicado conjunto de la Comisión y el Consejo Europeo. Turquía no constituye un socio ni los turcos ciudadanos de una democracia aliada ni para la UE, ni para la OTAN, ni para USA. Primero y antes que nada es una base militar y un posición geoestratégica.
Todos los ministros de asuntos exteriores relevantes estaban reunidos esa noche en Mongolia. Nada impedía una respuesta rápida y contundente. Pero no la hubo. Seguramente porque, como en el caso de Egipto, alguien pensaba si no sería preferible la vuelta al poder de un ejército que nos había asegurado durante décadas aquellos realmente nos importa: la base militar y el paso comercial.
Esta es la elección y la cruda realidad de una Europa que primero animó a Turquía a hacer reformas para entrar en la Unión, luego le dijo que volviera mañana porque aún eran demasiado musulmanes, después usó el giro autoritario de un Erdogan convertido en sultán para justificar su 'no' y ahora hace la vista gorda y callará ante la tiranía y el terror que se extienden por Turquía a cambio de que siga reteniendo a miles de inmigrantes en campos de refugiados.