Todos. Denle todos, por favor, una oportunidad al solo sí es sí. Como pasó con la Ley del Jurado: sus inicios fueron calamitosos, torpedeados en ocasiones por los operadores jurídicos, unos por contrariedad, otros por torpeza, otros por mala fe, otros por afán de notoriedad. En todos los ramos de los operadores. Casi 30 años después, el jurado popular se ha consolidado en el sistema de justicia penal, siendo una herramienta más, que los ciudadanos —algunos demagógicamente incitados al principio a mostrarse disconformes— hoy aceptan sin oposición y, en algunos casos, con interesantes experiencias y gratas repeticiones (si el sorteo así lo ha querido).
Con el aspecto penal de la ley del 'solo sí es sí', la Ley Orgánica 10/2022 (en el punto 7 de su disposición adicional cuarta)ha pasado en buena medida tres cuartos de los mismo, acaso con mayor resistencia. No han sido ajenos sectores sociales y políticos negacionistas de la debida protección ante la violencia contra la mujer y una no siempre adecuada predisposición judicial en materia de perspectiva de género. Aquí se ha agravado con el trato demagógico conferido a las excarcelaciones y reducciones de condenas a más de un millar de delincuentes sexuales. Digo que es un tratamiento demagógico, porque decir que con esta ley se excarcela o reduce la condena por delitos sexuales pretende dar de mala fe la información de que esta ley es como las rebajas comerciales: un chollo, gracias al cual los delincuentes se van de rositas. Nada más lejos de la realidad.
Las cifras hay que verlas no solo cuantitativamente. Hay que verlas también cualitativamente. Mínimos habrán sido los casos —alguna excepción escandalosa ha habido— en que la excarcelación habrá acontecido por una forzada afirmación de inexistencia del delito. Sin embargo, la inmensa mayoría de puestas en libertad ha tenido lugar después de cumplir una parte sustancial de la condena impuesta en la medida en que, a la luz de interpretaciones de la nueva normativa, aquélla estaba ya agotada. Lo mismo sucede con los acortamientos de los encarcelamientos, algunos en poquísimo meses, en los que, por mor de las nuevas penalidades, lo correcto eran esas, en la más de las veces, sucintas reducciones. Aun a la espera de decisiones orientativas del Tribunal Supremo, cabe afirmar rotundamente que no se han abierto las puertas de las cárceles a los depredadores sexuales como maliciosamente, una y otra vez, algunos, demasiados, dan a entender. Si una ley nueva es más beneficiosa para el reo que la que sirvió para su castigo, en virtud del principio legal de retroactividad de la ley más favorable (art. 2. 2 del Código penal) el castigo se ha de reducir. Téngase en cuenta, además, que, como acredita la política criminal, la eficiente protección de las víctimas no se consigue exacerbando las penas. El abordaje multidisciplinar de temáticas como la integridad y la libertad sexuales, tal como aborda la LO 10/2022, más allá del solo sí es sí, es la metodología más eficaz.
Otra cosa es que, como ya se ha denunciado por activa y por pasiva, la ley no sea de la mejor factura. Y para lo que aquí interesa, tras pasar el filtro de tan eruditos y como poco útiles informes, no contenía una disposición transitoria, la usual cuando se modifican penas y delitos, como las del propio Código Penal (disposiciones transitorias primera y segunda) u otras cláusulas habituales, como la primera y la segunda de la reciente LO 14/2022, lo que seguramente hubiera evitado algunos de los más que más sonoros chascos producidos. De ello ya me ocupé en su día y no hay que volver ahora a ello.
En fin. La escandalera mediática —más que una alarma social fundada— ha llevado a modificar la ley, lo que era, de todos modos, necesario. No entraré ahora en las ventajas e inconvenientes de cada una de las reformas propuestas y que ha supuesto un trauma político y, en parte, social, en la medida en que divide aún más el feminismo y, con una política criminal errática, desorienta a la ciudadanía.
Si la reforma, ahora ya en el Senado, sigue su curso, podrá decirse que, dado que no se ha tocado la regulación del consentimiento (art. 178 CP), solo se han creado modalidades agravadas en las agresiones sexuales punibles. La agravación deriva, para lo que aquí interesa, del empleo de violencia o intimidación para superar la negativa de la víctima u obtener su consentimiento viciado.
El consentimiento, mejor dicho, su ausencia, ha pasado de ser una consecuencia en la secular regulación de los delitos sexuales a ser su núcleo. Sin consentimiento, la práctica del sexo entre dos personas es delictiva para quien se satisface ilegítimamente. No hay vuelta de hoja. Ese consentimiento, mejor dicho, su ausencia, ha de ser probado por la acusación, como todo elemento constitutivo de un delito. La prueba, casi siempre, si los testimonios de víctima e imputado son contradictorios, habrá de versar sobre aspectos periféricos materiales (restos orgánicos de cualquier tipo: huellas o fluidos sexuales, p. ej.) o referenciales de posibles testigos coetáneos o anteriores a los hechos que pudieran dar contexto al encuentro enjuiciado. Y, por supuesto, la credibilidad de las declaraciones de ambos sujetos.
La defensa estándar en las violaciones —lo que no impide un absolutamente mayoritario número de condenas en este sector— es la de que la víctima o es un pendón o es una mentirosa. Es decir, de su comportamiento lascivo no hay más que inferir su aquiescencia, cuando no su solicitud abierta, al sexo consentido. O bien, siendo como se pretende por la defensa, que el encuentro carnal tuvo lugar con su favor, la víctima miente: falta escandalosamente a la verdad.
Respetando, porque ello es absolutamente debido para la buena marcha del proceso penal, tanto la presunción de inocencia como el derecho de defensa, en todos los casos, como en el que está acusado de agresión sexual el futbolista Alves, resulta paradigmática esta defensa. No entraré ahora en si, como parece, existen corroboraciones periféricas materiales de la relación sexual no consentida ni en las abiertas contradicciones en sus reiteradas declaraciones policiales y judiciales. Eso, para lo que sigue, es irrelevante.
Ahora, Alves basa su defensa en que, de acuerdo a unas supuestas grabaciones —no entro si están editadas o no— y varios testimonios —tampoco hay que entrar en si son concordantes, inconcretos o contrapuestos—, todo da a entender que el comportamiento de la quien se dice víctima fue en todo momento consentido. ¿Por qué? Porque no hubo ni violencia ni intimidación. Como estrategia de defensa es admisible esa y cualquier otra que el interesado tenga por conveniente. Resulta, empero, improcedente desde el punto de vista de negar la perpetración de la agresión sexual.
En efecto, si el centro de gravedad de la infracción —algo en lo que todos estamos de acuerdo— es la ausencia de un consentimiento digno de tal nombre, su presencia no puede acreditarse mediante la ausencia de violencia o intimidación, es decir, fuerza física o amenaza, por parte del hipotético agresor. No hay relación lógica ni razonable. De ser así, volveríamos al estadio anterior a la reforma de 2022. La ausencia de un consentimiento válido pudo deberse, en este y en cualquier otro caso, en el que, siquiera a título dialéctico, admitamos la ausencia de violencia o intimidación, a múltiples factores ajenos a esos dos medios comisivos. Desde el azoramiento debido al requerimiento de una celebrity a la presión ambiental y hasta ciertos aspectos coactivos (la intimidación no es, por definición, coacción; esta integra otro delito).
La violencia o intimidación podrá ser la causa de la ausencia de consentimiento, pero sin violencia o intimidación también es perfectamente posible la ausencia de un consentimiento en la víctima, dado válidamente para realizar una actividad sexual. Los delitos de agresión sexual son delitos contra la libertad sexual. Esta se puede ver atacada, como demuestra el Código Penal en varios pasajes, por instrumentos o situaciones diversos a la violencia o intimidación.
De esta manera, lo que pudiera constituir un determinado punto de partida de una estrategia defensiva, no comporta necesariamente, ni mucho menos, que el consentimiento válido se dé por probado y, por tanto, que se predique la inocencia del acusado. En todo caso, estrategia de defensa o no, habrá que actuar judicialmente con suma cautela a la hora de descartar un consentimiento penalmente válido cuando no medie ni fuerza física ni amenaza. Admitirlo sería tanto como afirmar que, como no se da lo más —el hecho más grave—, no se da lo menos, esto es, la acción antijurídica básica, que es la agresión sin consentimiento. La ley lo impide.