El pasado 28 de octubre, el diario El País publicaba en portada la siguiente noticia: “La dependencia acelera su caída y retrocede a niveles de 2011”. En el texto se señalaba que a tenor de las cifras ofrecidas por el Imserso se ha producido desde 2011 una reducción del número de personas beneficiarias de las prestaciones reguladas y reconocidas en la Ley de Dependencia, lo cual significa que personas que estaban recibiendo las ayudas y que han fallecido no han sido reemplazadas por nuevas altas. Junto a este dato habría que tener en cuenta, además, una bolsa de 198.041 personas que, teniendo reconocida su condición de dependientes, se encuentran a la espera de recibir las ayudas. El artículo habla de un sistema de dependencia que “echó a andar en enero de 2007. Creció, se estancó y, ahora, lastrado por la sucesión de recortes, está acelerando su caída”.
Un mes más tarde, el jueves, 28 de noviembre, 20 minutos, en un artículo titulado “14.000 madrileños esperan aún sus ayudas a la dependencia”, informaba en el mismo sentido, refiriéndose al ámbito de la comunidad de Madrid, “donde los retrasos llegan a los dos años y muchos dependientes fallecen antes de recibir las prestaciones”. Unas ayudas que los moderados ni siquiera llegan a percibir.
Recordemos que la Ley de Dependencia, si bien ha alcanzado diferentes grados de desarrollo en cada una de las Comunidades Autónomas encargadas de aplicarla, suponía un modesto avance en la atención a la discapacidad, así como en el reconocimiento y visibilidad del trabajo de cuidados, en tanto en cuanto una de las medidas que establecía era que el Estado cotizara a la Seguridad Social por las personas cuidadoras. Personas que en la mayoría de los casos no tienen otra opción que asumir directamente esa tarea, renunciando a la posibilidad de desempeñar cualquier otro trabajo remunerado. Recordemos asimismo que dicha medida ha sido suprimida.
Ya lo advirtió el presidente Rajoy, “la Dependencia no es viable”, y no se le cayó la cara de vergüenza. Podríamos decir que en ese desprecio hacia las condiciones que hacen posible el mantenimiento de una vida digna y hacia el trabajo de cuidados se muestra hasta qué punto la práctica política y económica se encuentra alejada e incluso llega a entrar en conflicto con la satisfacción de las necesidades de las personas.
Sucede asimismo que, en la medida en que el Estado desatiende estas funciones, estas son asumidas en la esfera privada, recayendo así sobre las familias, y más específicamente sobre las mujeres. Mujeres que no solamente asumen en gran parte el trabajo de cuidar de las personas dependientes, sino que, al igual que los hombres, dependen del acceso a un trabajo remunerado para asegurarse una fuente de ingresos, con todas las implicaciones que esto conlleva. Mujeres que, además, deben conciliar en determinados momentos a lo largo de su vida estas tareas con aquéllas inherentes a la crianza.
Entendemos que sería necesario abrir un debate. Un debate que ya existe en el seno de los movimientos sociales y fundamentalmente en el ámbito de la economía feminista y de los colectivos de personas con diversidad funcional, pero que debería extenderse al resto de la sociedad, y en el cual no solamente se planteara la defensa de aquellos derechos que hoy están siendo amenazados, sino que fuera más allá, abriendo interrogantes en nuestra idea acerca de qué es y qué no es trabajo, por qué unos trabajos se consideran “productivos” y otros no. Desde esta perspectiva, podríamos preguntarnos ¿por qué existen trabajos útiles socialmente y que no gozan de reconocimiento, están infraremunerados e incluso en muchas ocasiones se ejercen sin percibir ningún tipo de prestación a cambio, cuando precisamente de ese trabajo depende nuestro bienestar y el mantenimiento de la vida?
Asimismo, cuando pensamos en personas dependientes, solemos asociar la dependencia a la vejez y, sin embargo, este colectivo de personas es mucho más amplio y complejo. ¿Por qué no promover la integración en la vida “productiva” de las personas con diversidad funcional con el fin de que puedan desarrollar sus capacidades como cualquier otra persona, en lugar de invitarlas a apartarse?
Estas consideraciones podrían llevarnos a pensar que sería necesario ensanchar los límites de lo que entendemos por trabajo productivo y dotarse, por tanto, de mecanismos, más allá del trabajo asalariado, que garanticen a todas las personas la posibilidad de asegurarse un nivel mínimo de recursos que las permita atender a sus necesidades básicas y además desarrollar sus potencialidades.
Idea que quedaría reforzada si además tenemos en cuenta el contexto actual, los cambios que se han producido en la economía y en la forma de producir la riqueza, así como las dificultades que existen en el acceso a un trabajo remunerado, con unas condiciones laborales cada vez más deterioradas y precarizadas en aras de fomentar una flexibilidad que solo favorece a la parte empleadora. Flexibilicemos, de acuerdo, pero, puestos a flexibilizar, flexibilicemos horarios, avancemos en conciliación y corresponsabilidad de hombres y mujeres en el trabajo de cuidados y en el hogar. Repartamos el trabajo sin que ello vaya en detrimento del derecho de todas las personas a una vida digna.
Cuando hablamos de alternativas, algunos planteamientos nos pueden parecer arriesgados y poco factible su puesta en práctica, pero supongamos que como sociedad llegáramos a ser plenamente conscientes de que las personas atravesamos a lo largo de nuestra vida situaciones de vulnerabilidad y de dependencia, y concluyéramos que debemos atender a ese tipo de situaciones desde una perspectiva de solidaridad en la medida en que nos afectan a todas y cada una de nosotras. ¿No deberían al menos quienes desempeñan una responsabilidad pública atender preferentemente a este mandato?
Me gustaría dedicar este artículo a la memoria de François Fallourd.
Este artículo refleja exclusivamente la opinión de su autor.