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El depurador cultural

Un buen día David (nombre falso) encontró en Spotify una canción que le provocó una sensación extraña. En un primer momento no supo identificar qué le ocurría. Tuvo que pasar una semana para que cayese en la cuenta: aquella tonadilla le había ofendido profundamente. Pudo dejarlo estar, pero eso, pensó, sería una dejación de sus responsabilidades como ciudadano. Debía impedir que otra persona sensible como él se topase con semejante ignominia. Expuso sus motivos en un hilo de Twitter que generó el ruido suficiente como para que varios periódicos se hiciesen eco. Lo llamaron “polémica”. Varias emisoras dejaron de emitir la deleznable canción y dos ayuntamientos suspendieron los conciertos del artista.

Fue el mayor triunfo de la vida de David. Por primera vez, sentía que tenía un propósito. Una misión. Tras tanto tiempo a la deriva, cuatro años de ADE, dos de máster, tres en el paro y seis ya en la consultoría, por fin vislumbraba el objeto de su existencia. Había nacido para la depuración cultural.

Empezó con obras contemporáneas. Rastreó canciones, películas, series de televisión y novelas (de las cuales, en rigor, solo leía la sinopsis de Wikipedia). Encontró auténticas abominaciones. Comportamientos machistas, racistas y aporofóbicos, apologías de la obesidad e incluso gente que fumaba. Creó tantos Changes que inventaron la cuenta Premium solo para él.

En algunos casos obtuvo resultados. Tumbó varias canciones más, logró que se retiraran unos cuantos libros de las bibliotecas municipales y que Antena 3 pidiese perdón por Farmacia de Guardia, que fomentaba la automedicación y, por tanto, contribuía a la resistencia a los antibióticos.

Animado por sus éxitos, David se lanzó a revisar los clásicos y lo que halló ahí fue todavía peor. En Don Quijote de la Mancha descubrió un trato más que denigrante hacia la fermosa Dulcinea del Toboso por parte de un viejo trastornado. Chaplin ridiculiza a los sintecho, Casablanca promueve el juego, en los cuadros de Goya la gente se come a sus hijos y ni una sola obra de Shakespeare pasa el test de Bechdel. Por no mencionar el Antiguo Testamento, donde se mata impunemente a millones de animales durante una inundación y se da una visión ridículamente estereotipada de los judíos, todo ello impregnado de un tufillo falocrático.

David estaba tan indignado que apenas podía teclear. Comprendió entonces que pedir la eliminación de cada una de aquellas obras putrefactas le llevaría varias vidas, por lo que se vio obligado a tomar un atajo. Creó un Change exigiendo la supresión de toda la cultura hasta ese momento. Habría que empezar de nuevo.

La iniciativa no tardó en cosechar millones de apoyos. David se sentía profundamente feliz… hasta que una mujer llamada Susana (nombre falso) inició una campaña contra él. Susana expuso sus razones en Twitter, el asunto se hizo viral y la polémica llegó a los medios tradicionales. Y David, rodeado e indefenso, exigió respeto a la libertad de expresión. ¿O acaso vivimos en una dictadura?