La derecha ha perdido los nervios
El PP no se anda con chiquitas. Este jueves ha afirmado sin ambages que su objetivo prioritario es tumbar a Pedro Sánchez. Tumbarlo de la manera que sea y no ganándole unas elecciones. Lo ha dicho en el programa radiofónico de Federico Jiménez Losantos, de quien hace unos años se sospechó que formaba parte de una trama para acabar con Juan Carlos I. Y Miguel Ángel Rodríguez, el director de los movimientos de Isabel Díaz Ayuso, no ha querido quedarse atrás y ha salido a la palestra para asegurar que él trabaja en el empeño. Por su cuenta, claro, no con Feijóo.
Esos dos sujetos y el coro de dirigentes del PP, que repiten los mensajes de unos y otros sin matiz ni originalidad alguna, están copando el espacio mediático. Acusando al PSOE y a Pedro Sánchez de tropelías cada vez más gordas. Sin pruebas. A lo bestia. Una serie de jueces -a la cabeza el del caso contra Begoña Sánchez, cada vez menos convincente y errático, la última, la magistrada que ha autorizado un rosario de la ultraderecha a las puertas de la sede del PSOE y que en su día fue alto cargo de Rajoy- actúan en consonancia con esa presión. Sin rubor alguno. Como guerrilleros en favor de la causa de la desestabilización y seguros de que no les va a pasar nada porque tienen apoyos en todos los niveles de la estructura judicial, particularmente en los más altos.
Y si alguien del Gobierno, como Sánchez en su última carta, se permite dudar de la rectitud de su actuación, los jueces conservadores del Consejo General del Poder Judicial, que hace cinco años deberían estar cesados, anuncian que se van a reunir para censurarlo.
Un país en el que pasan esas cosas, y otras muchas más de ese mismo porte, está seriamente tocado. Y lo peor es que la cosa tiene difícil arreglo. Porque la derecha, en sus dos versiones -cada vez menos distinguibles- no está por la labor de actuar dentro de la democracia. No tanto de sus reglas, que esas se pueden cumplir con apaños de toda suerte y más habiendo una legión de jueces dispuestos a visar cualquiera de sus comportamientos, sino de su espíritu más elemental. El que implica reconocer que quien tiene la mayoría de los escaños del Congreso de los Diputados es el que tiene la legitimidad de gestionar el poder, de gobernar.
Y la derecha española no acepta eso. Le horroriza que una coalición de izquierdas, apoyada por nacionalistas e independentistas de las regiones díscolas de siempre, sean más fuertes que ella. Sus demonios familiares -la izquierda y los separatistas- no tienen derecho a mandar. Millones de seguidores del PP y de Vox comparten esa actitud y no pocos de ellos no tienen empacho en decirlo públicamente. Les falta añadir que “para eso ganamos una guerra” o “porque no son españoles de verdad”. Lo de lucir la banderita es todo un síntoma.
Esos son los sentimientos que están debajo del drama político que se está viviendo. Cualquier barbaridad puede salir de ese clima enfermizo. Si no hay golpe de estado militar es porque no hay condiciones para que lo haya, pero muchos españoles de derecha ven las cosas como si algo parecido estuviera a punto de ocurrir. Y los mensajes catastrofistas, en todos los sentidos de la palabra, que cada día lanzan sus dirigentes, les animan a seguir sintiendo eso, a asomarse al abismo, sin que muchos de ellos siquiera sean conscientes de ello.
Hacer política sin tener en cuenta esa realidad -en la que también viven miles y miles de altos cuadros de la tecnoestructura empresarial e institucional del país, por no hablar del mundo del dinero- es una tarea cada vez más difícil. Pero la izquierda que nos gobierna parece dispuesta a seguir en ella. Pedro Sánchez, que podrá no gustar en algunos aspectos de su gestión política, está mostrando una firmeza sin ambages en ese empeño. La mayor parte de sus ministros y no pocos de los miles de cuadros que conforman el poder del gobierno, también. Son los “otros” y tienen más fuerza de lo que se podría deducir escuchando las tertulias.
Para empezar, el horizonte político a corto y medio plazo no les es precisamente desfavorable. Las elecciones europeas no van a ser el varapalo que Feijóo pronosticaba hace solo tres meses y hasta cuadros de la derecha reconocen en privado que el PSOE puede ganar. Otra cosa es lo que le ocurra a Sumar.
La suerte del gobierno de coalición no va a estar por tanto en entredicho. A menos que los independentistas catalanes, juntos o por separado, tomen la decisión de cargárselo. Pero sin que nadie se atreva a vaticinar cuál va a ser la componenda final en el parlamento catalán, la opinión de los más autorizados es que eso no va a ocurrir.
Por otra parte, la economía va bien y aunque sigue habiendo dos millones largos de parados, la sensación es que el ritmo de actividad, de crecimiento modesto pero constante, va a mantenerse. Quién sabe si hasta que se celebren las próximas elecciones generales. Por de pronto, el Fondo Monetario Internacional acaba se subir hasta el 2,4 % la previsión de crecimiento para España en este año.
No hay tensiones laborales mayores, la protesta agraria va reduciéndose, las reivindicaciones regionales están contenidas en los cauces del diálogo. La deuda es el mayor problema financiero, pero todavía no ahoga. En definitiva, que el Gobierno tiene espacio y tiempo para gobernar sin sustos.
Eso, y el riesgo de que las elecciones europeas no le vayan bien, puede explicar la histeria que la derecha está mostrando en las últimas semanas. Y aunque se calme tras el 9 de junio, su actitud belicosa contra el Gobierno, contra Sánchez y contra la izquierda va a seguir siendo la tónica de su actuación política. Vienen tiempos intensos. El caso Begoña Gómez va a seguir siendo un quebradero de cabeza para ella y su marido y no debería sorprender que al juez instructor se le ocurrieran nuevas genialidades para complicar aún más cosa. O que surgieran nuevos frentes judiciales contra el Gobierno. Falta de otros instrumentos más eficaces para acabar con la izquierda, por ahí van a ir los tiros de la batalla política. Y no está claro qué se puede hacer para contrarrestarlos.
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