Ana Botella no se olvida de sí misma cada vez que habla en público. Y este jueves ha vuelto a ocurrir con una intervención que, según comentaba su jefa de prensa antes de que diera comienzo el desayuno informativo, iba a sorprender por su “originalidad”. Espero que a la costumbre de los políticos de este país de no asumir sus fracasos no se le comience a llamar “originalidad”, que ya vamos sobrados de eufemismos (ay, lo políticamente correcto) y de idiotez.
Inauténtica es lo que parece una persona cuando sus palabras van por un sitio y su gestualidad por otro, e idiota cuando sus palabras están tan perdidas como sus gestos. Ana Botella, consciente de su ineptitud ante el público, se columpia entre la falta de autenticidad y la tontura cada vez que tiene un auditorio delante. Hoy se ha presentado con una camisa de color amarillo que podría llevar cualquier señora del barrio de Salamanca recién llegada del veraneo (se ponga lo que se ponga, la alcaldesa no puede evitar su aspecto de maruja pija) y una sonrisa que no subía del labio superior. Una sonrisa que no llegaba a los ojos. Una sonrisa tétrica: quien proyecta miedo tiene miedo.
En lo que ha durado la intervención, Botella ha estado del lado de lo inauténtico. Mientras trataba de sonar triunfalista, arqueaba demasiado las cejas, gesto éste sumiso, como si estuviese cumpliendo órdenes en lugar de siendo sincera. Ha bromeado sobre el café con leche, pero la voz le ha salido en carraspera, como si la broma se le atascara en la garganta. Su mirada tanteaba nerviosa al posarse en quienes estaban cerca de ella, así que de nada le valía que en sus palabras no hubiera dudas ni autocrítica. Cuando sus ojos se iban al fondo aparecía un anhelo digno de protagonizar una escena de película en la que la actriz principal, encerrada en una jaula de oro, sueña con irse muy lejos. Y sin duda quería largarse cuanto antes, pues ha empezado y acabado su intervención como cuando un niño es sacado por el profesor para que recite la lección delante de sus compañeros: atropelladamente. Sus últimas palabras ni siquiera se han escuchado bien, y por un momento parecía que iba a recoger con premura sus cosas para volver a su discreto pupitre.
Pero tras el discurso debía atender a la preguntas de los periodistas. Es decir: le faltaba lo que peor se le da: improvisar. Pasamos aquí a su conversión a idiota. Ya antes había dado visos de ella con otra modalidad de sonrisa: la de reírse oportunamente con algunas de las cosas tratadas en su intervención, con la salvedad de que en este caso lo de “oportunamente” ha sido una cuestión sólo de forma, sin acompañamiento del contenido. Se notaba que la alcaldesa acababa de acordarse de que debía haberse reído treinta segundos antes, cuando soltó muy seria algo pretendidamente gracioso o con doble sentido. Y entonces, treinta segundos después, en lugar de pasar de esa sonrisa con la que iba a enfatizar sus palabras, Ana Botella trataba de que su rostro se iluminase y sus labios se curvaran hacia arriba en mitad de una frase sosa e intrascendente.
Para abordar las preguntas de los periodistas la estrategia de la alcaldesa era la de repetir una sola idea, la que a ella le interesaba, dando la impresión de que había habido una argumentación entre repetición y repetición. Lo hacen todos los políticos, y quienes manejan bien la retórica no tienen problema para disimular la pobreza de sus argumentos. Por supuesto no es ese el caso de Ana Botella, quien de súbito se convirtió en esa vecina que te encuentras en el ascensor y que, como no soporta estar callada, desenvaina toda su casuística sobre el tiempo. Pero estamos en política: parecer una vecina que no sabe muy bien qué decir pero que no se resigna al silencio no es lo más recomendable.
Porque Ana Botella no se resigna. Lo ha dado a entender hoy y todos los días desde que se metió en política, y eso que cuesta imaginarse a alguien con menos talento para la cosa pública. Si no se hubiese casado con José María Aznar, sería ciencia ficción verla al frente de la alcaldía de Madrid. En cambio, no resultaría descabellado imaginársela optando aún por Oropesa para veranear junto con su españolito del clan de Valladolid en primera línea de playa, cosa ésta última que antes sonaba a bendición y que ahora, con buena parte del litoral destrozado por el negocio del ladrillo, no se pronuncia sin cierta vergüenza. Aznar, que tampoco se resigna a no pintar ya nada en el partido, está detrás de su designación como alcaldesa, pues tener ahí a su esposa es seguir mandado en la sombra.
Ana Botella y José María Aznar encarnan bien a cierta clase media española venida a más, venida desde los complejos, ese mal nacional que lleva, cuando se busca compensarlos, a hacer horteradas sin fin, de nuevo rico. Una boda en El Escorial con regalitos Gürtel. Paseos en el yate del millonario y playboy italiano Flavio Briatore. Aznar haciendo amistad con Silvio Berlusconi y visitando Villa Certosa, donde Il Cavaliere celebraba fiestas con prostitutas. O contratando, cuando era presidente del Gobierno, al bufete de abogados norteamericano DLA Piper por 1,6 millones de euros (dinero que pagamos todos los españoles) para que le hicieran una campaña en Estados Unidos con la que conseguir la medalla de oro del Congreso norteamericano.
¿Comparte Ana Botella con su marido ese apego al poder y a la ostentación chabacana y engominada? La verdad es que cuando la observo, más que acomplejada me parece una persona que piensa que no la quieren y que no la toman en serio. Parece que haya estado todos estos años deseando salir en la foto por si acaso algún día, y gracias a esos mecanismos ignotos con los que a veces se vencen los bloqueos psicológicos, empezaba a brillar y todos comenzábamos a amarla o a desestimarla sin reírnos.
Sea como sea, su plan ha fracasado, y de una manera ridícula. Su fracaso también es el de José María Aznar, que ha visto cómo difícilmente iba a poder compartir con su chica un relaxing cup of café con leche para celebrar la permanencia de su poder en la sombra. El Partido Popular no puede permitirse perder Madrid, como probablemente sucederá si Ana Botella repite como candidata. Cabe suponer que, a pesar del optimismo de su intervención, Botella sea ya, como comentaban esta mañana muchos periodistas en el Hotel Ritz, un cadáver político.