Donde vivo tiene por costumbre aparecer la niebla. Hay días que es tan densa que no deja ver el mar, a veces ni tan siquiera la playa. Esos días entra el frío en el cuerpo, hasta el tuétano, como decía mi abuela, y los huesos gruñen. La ciudad, sin remedio, bruscamente acaba. Es una sensación extraña. La imposibilidad de ver más allá parece activar al caminante. Ya no mira al horizonte, se concentra en su quehacer diario, en su trabajo.
El verbo trabajar proviene del latín vulgar tripaliare, torturar, derivado del latín tardío tripalium, instrumento de tortura formado por tres palos en los que se amarraba a los esclavos para que sufrieran un castigo. Cuando se concibió este vocablo la mayoría de la población trabajaba en el campo realizando un gran esfuerzo físico que se percibía como un castigo. El trabajo era para pobres, es decir para casi todo el mundo, mientras que las élites disfrutaban de tiempo libre para pensar, divertirse, organizar la sociedad o, simplemente, mirar al horizonte. Algo no muy distinto a lo que ocurre en la actualidad.
El burnout o síndrome de trabajador quemado; el boreout o situación de aburrimiento crónico dentro del puesto de trabajo que puede llegar a desencadenar problemas de salud por ansiedad y estrés; los Bullshit Jobs o trabajos basura que provocan baja autoestima y desmotivación de los trabajadores, son realidades que se desencadenan cada vez con más frecuencia en el entorno laboral. Un entorno en el que pasamos muchas horas, un entorno que no es democrático aunque nuestra sociedad sí lo sea, un entorno en el que el conflicto es una constante. Nuestros empleos se desarrollan cada vez en peores condiciones. Sin embargo, querámoslo o no, en la sociedad que hemos creado, el empleo, que no el trabajo, define nuestra realidad. El empleo es una versión reducida del trabajo. Con todo, tiene un lugar central en nuestras vidas y en nuestras identidades.
Un concepto amplio de trabajo incluirá no solo el trabajo productivo, tanto de un producto o de un servicio, que se incorpora al mercado; sino que incluirá así mismo, el trabajo que genera solidaridad social, el trabajo reproductivo y de cuidados, y el trabajo que engendra autorrealización personal, por lo que no necesariamente consiste en una actividad de la que obtenemos un beneficio económico. Desde ese punto de vista amplio, se puede definir el trabajo como el conjunto de tareas y actividades que realizan las personas para satisfacer sus necesidades vitales. Podemos hablar, si se quiere, de dos nociones distintas de trabajo. Por un lado, un trabajo restrictivo o limitado (lo que venimos llamando empleo) y, por otro, un trabajo extensivo o abierto, en el que se incluirían otras actividades necesarias para la vida plena de la persona.
Si nos centramos en el trabajo restrictivo o limitativo, se ha generado la ilusoria idea de que la creación de valor resulta única y exclusivamente de él, del trabajo que aporta un beneficio económico. La riqueza económica es la única riqueza posible y el empleo es el único que combina beneficio, reconocimiento y utilidad social. Ahora bien, contradiciendo esos mismos postulados falsos, en los últimos tiempos la precarización de las condiciones del empleo ha hecho que, aunque el empleo sea necesario para poder cubrir las necesidades económicas de los individuos, no sea suficiente en ocasiones para cubrirlas en su totalidad, creándose la figura de los trabajadores pobres.
Se nos revela así que la pobreza no es un daño colateral, ajeno y marginal, sino un elemento normalizado en el capitalismo. Con datos proporcionados el año pasado por Eurostat, las personas en situación de empleo expuestas al riesgo de pobreza en 2018 era del 9,3 % en toda la EU-27. Registrándose tasas relativamente elevadas de trabajadores ocupados en riesgo de pobreza en Rumanía (15,3 %) y, en menor medida, en Luxemburgo (13,5 %) y España (12,9 %). Todavía no sabemos cómo va a repercutir la COVID en esta pobreza de los trabajadores, pero a todas luces no de manera positiva. La subida salarial pactada en convenio cierra 2021 en el 1,47%, más de 5 puntos por debajo del IPC; sólo el 15,8% de los convenios registrados presenta una cláusula de garantía salarial y uno de cada cinco convenios congela salarios. Ante esta situación no hace falta subrayar la importancia de subir el salario mínimo y la responsabilidad y compromiso social del empresariado para el que el capital humano debe ser fundamental para mantener la competitividad. La competitividad basada en la innovación y una gestión responsable de los recursos humanos son garantías de éxito para las empresas.
Si el trabajo nos enferma y además nos permite cada vez menos cubrir nuestras necesidades, me pregunto, ¿por qué no cambiamos nuestra manera de proceder? ¿Por qué no reducimos el tiempo que dedicamos al empleo y nos damos más tiempo para trabajar? ¿Por qué no pasamos de una concepción limitada o restrictiva del trabajo a una extensiva y abierta? ¿Por qué aceptar que somos únicamente consumidores y productores? Si nuestro modelo de sociedad es cada vez más nocivo para vivir, está acomodado en una economía de mercado donde el crecimiento es todavía buscado con desesperación y, sin embargo, no permite las condiciones necesarias para una vida sostenible de toda la ciudadanía ¿por qué somos incapaces de cambiar nuestros comportamientos? ¿Es posible una reducción del tiempo que dedicamos al empleo? La jornada de 40 horas semanales se aprobó en el siglo pasado, ¿no es hora de revisar este tiempo dedicado al empleo?
Ya en 1516 Thomas Moro, en Utopía, apuesta por un horario de 6 horas, duración más que suficiente, según el autor, para procurarse los recursos necesarios para cubrir las necesidades básicas. Campanella, en su obra Cité du soleil, de 1611, apuesta por 4 horas por día tanto para hombres como para mujeres. Quizá con esta propuesta la tan reclamada conciliación de la vida familiar y laboral fuese posible y la vida más sostenible.
Muy a nuestro pesar somos seres dependientes y vulnerables, la COVID nos lo ha recordado de forma tremendamente dolorosa. Cuidar siempre ha sido indispensable, cuidar el medio en el que habitamos y cuidar a los que tenemos alrededor, aunque parece un descubrimiento de última hora para algunos que nos instan a autocuidarnos. Pero para ello necesitamos tiempo, reformular prioridades. Tiempo que perdemos en empleos que no cubren nuestras necesidades vitales. Ni sindicatos ni políticos parecen, en general, estar interesados en este tema. Están intentando volver a la situación anterior a la reforma laboral del 2012, pero desde luego no intentando llegar al fondo del asunto, que no es otro que un cambio en la concepción que tiene la sociedad del trabajo.
Subida del salario mínimo y reducción del tiempo laboral, ese es el punto de partida para, como Augusto en Niebla, no ser caminantes sino paseantes de la vida. Tener tiempo para mirar al horizonte cuando a mediodía se levanta la niebla y deja ver el tenue sol de enero, mientras le cuento a mi hijo que los vagos no son los que no tienen empleo sino los que ahogan sus pensamientos.
Economistas sin Fronteras no se identifica necesariamente con la opinión de la autora y ésta no compromete a ninguna de las organizaciones con las que colabora.