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Desfachatez

Personal de Cruz Roja atiende a un hombre llegado en un cayuco a El Hierro. EFE/ Gelmert Finol

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 En Justine, la primera entrega de su cuarteto alejandrino, Lawrence Durrell dice de la ciudad en la que se desenvuelven sus personajes: “Entre nosotros no se finge la virtud. El vicio tampoco. Ambos son naturales.” Al releer la novela hace unos días, miren por dónde he asociado esa cita con el momento actual de nuestro país, donde la mentira interesada y la conducta prevaricadora se mueven con una naturalidad superlativa, una desfachatez que a algunos nos escandaliza, pero que muchos aprueban y hasta aplauden.

Hay en la España actual numerosos comportamientos virtuosos, sin duda. Pienso en la mucha gente que este verano arriesga sus vidas para apagar incendios, rescatar a bañistas o socorrer a náufragos de los cayucos. Y no solo ellos, también son virtuosos todos los demás oficios dedicados, aunque sea sin tanta espectacularidad, al bien común. Por esto nuestra sociedad sigue funcionando razonablemente bien. La virtud sigue siendo mayoritaria.

Pero hay tres terrenos concretos -la información, la justicia y la política- en los que el vicio se expresa de modo crecientemente descarado. Se inventan mentiras incendiarias para satanizar a determinados colectivos, se pretende derrocar al Gobierno por los métodos del golpismo blando, se condena o absuelve según la ideología del togado. Todo ello con absoluta impunidad. Como si fuera tan natural como atender al anciano que se ha caído en la calle.

Tal degradación moral no es exclusiva de España, por supuesto. De la metrópolis imperial nos llegó el cuento de que ya no existen la verdad basada en hechos verificables y la mentira sustentada en intereses y prejuicios personales. Ya saben, eso tan trumpista de que ya no hay embustes, sino tan solo “verdades alternativas”. Y de la metrópolis nos vino también esa gilipollez que asegura que “todas las opiniones son respetables”, sean las del comandante de las SS en Auschwitz o las del preso judío que camina hacia la cámara de gas.

En una columna publicada aquí mismo el martes, el exmagistrado del Tribunal Supremo José Antonio Martín Pallín augura que, en el inminente nuevo curso judicial, seguiremos padeciendo la “ignorancia y tendenciosidad” de personajes como el juez Peinado y esos otros colegas suyos que “hace tiempo que han abandonado la senda de las garantías del debido proceso propio de los principios de seguridad y justicia que imperan en la Unión Europea”. Me temo que sí. Soy tan pesimista como el sabio Martín Pallín: nuestro muy derechista Partido Judicial ya ni esfuerza en disimular. Va a cara y gabardina descubiertas, como el perturbado que se pone a exhibir sus genitales en la puerta de un colegio.

¿Quién va a impedírselo? ¿Quién carajo juzga a los jueces? ¿Sus superiores, que no solo son colegas sino también correligionarios? ¿Ese Consejo General del Poder Judicial que, incluso renovado formalmente, sigue ejerciendo de freno de mano de las derechas? ¿Los diez individuos propuestos por el PP que no ven llegado el momento de que una mujer los presida? ¡Quia! Permítanme ser escéptico: lo de los jueces tiene poco remedio.

Tampoco veo modo de impedir que cualquier ultra enfermo de odio utilice las redes sociales o los diarios afines a su causa para acusar a menores magrebíes de un asesinato cometido por un joven español desequilibrado. O, mejor dicho, sí veo un modo: la respuesta punitiva, que los propagadores de tales bulos paguen un precio por su actitud viciosa. Recuerdo que los españoles reducimos significativamente nuestra velocidad en las autopistas cuando, hace dos décadas, empezaron a multarnos y quitarnos puntos del carné de conducir por darle al acelerador. Así bajó la mortalidad en nuestras carreteras.

A un libertario como servidor le resulta duro tener que aceptar que el castigo es el instrumento más rápido y eficaz en determinadas ocasiones para combatir conductas antisociales. Máxime si es periodista y estas conductas pueden situarse en el terreno de la libertad de expresión. Pero servidor termina recordando que la libertad de expresión no ampara la injuria y la calumnia malintencionadas, ni tan siquiera en una utópica sociedad ácrata. Como el libre ejercicio de la sexualidad tampoco ampara el exhibicionismo en la puerta de los colegios. Una sociedad libre también debe protegerse de los monstruos.

¿Multas como con el tráfico? ¿Tarjetas amarillas o rojas como en el fútbol? ¿Por qué no? Ya sé que la educación es el mejor modo a largo plazo para reducir conductas viciosas: las de los machistas, los racistas, los mentirosos compulsivos, los jueces prevaricadores, los políticos capaces de todo para conquistar el poder, las de todos aquellos culpables de no querer integrarse en la España real, uno de los países más plurales y tolerantes del mundo y con más libertades y derechos consagrados oficialmente Pero estamos en el aquí y el ahora, y debemos defendernos, a nosotros y a nuestros hijos y nietos, de toda una ofensiva de obscena amoralidad.

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