Este jueves tenía que ser ruidoso, deberían haber estallado cohetes desde las primeras horas de la mañana y grupos de “gaiteiros” y charangas deberían haber paseado por las calles de Santiago, pero la ciudad está silenciosa. No, muda. Alguna ambulancia atraviesa el silencio y todos sabemos ahora lo que significa, pero ayer no.
Ayer atardecía con temperatura agradable y helicópteros de la policía sobrevolaban bajos atronando, pero llevaban haciéndolo toda la semana. El Día del Apóstol Santiago, el Hijo del Trueno, es un día de muchas caras pues oficialmente es Día Nacional de Galicia y para los nacionalistas gallegos es Día da Patria Galega, un día muy disputado, y cada año los gobiernos envían mucha policía a participar en ese encuentro confuso. Pero el aire se empezó a llenar de sirenas, esos heraldos de la desgracia en las ciudades, nunca tantas sirenas de ambulancias se habían oído al mismo tiempo, algo ocurría. Ya había ocurrido, descarriló un tren.
Galicia es un territorio muy habitado desde siempre, con muchísimos núcleos de población nacidos siguiendo un relieve de montes y valles y con eso se las tienen que ver los constructores de vías de comunicación. La construcción de la nueva vía para la alta velocidad en las entradas de Santiago se las vio con un terreno complicado y poblado, de hecho en el lugar donde sucedió el accidente ya se habían tirado casas y desalojado vecinos. Quedó una pendiente y una curva difícil que no tenía nada que ver con lo que se conoce como línea de alta velocidad. Por otro lado tampoco existía el mecanismo para obligar a reducir la velocidad y que habría evitado la catástrofe. Accidente, catástrofe...Desgracia. “¡Qué desgracia tan grande!” Las palabras más simples y humildes son las únicas que pueden contener y expresar algo así. Un golpe enorme.
Un peso enorme que carga y cargará el maquinista. Se sabrá lo que pasó en esos precisos instantes, sobre fallos de construcción, sobre fallos en previsión y sobre el azar o el destino se sentará un maquinista para ser enjuiciado. Los muertos ya lo están, han cruzado el umbral y están al otro lado. Ese hombre que condujo el tren a su destino también traspasó ese límite, también él está condenado ya a la máxima pena de por vida. “¡Somos humanos!”, gritó por teléfono al conducir el tren contra los muros de la vía. No hay exculpación posible, ya está condenado ese ser humano y quienes estamos vivos y no tenemos gente nuestra entre los muertos y heridos sólo podemos ponerle una mano en el hombro y decirle que lo sabemos: es humano. Y nosotros también, somos humanos y falibles.
La muerte es la única y verdadera medida de las cosas de la vida, aplasta las trivialidades, anula las distancias, nos devuelve el sabor atroz de vivir y nos devuelve a lo que es primero, el asombro de estar vivos aquí. Y el agradecimiento por estarlo.
Entre lo terrible la única nota grotesca, es imposible que falte en estos tiempos, la dio la TVE que trató como trató una desgracia tan grande. ¿Fueron tan pocos los muertos? ¿Tan lejos está Santiago de Madrid? De esa Moncloa que envía a los familiares un pésame por el “terremoto en Gansu”. ¿Dónde es Gansu? ¿Dónde es Santiago? No saben. Donde ha ocurrido una desgracia. Donde hoy, que es su día, no se celebra nada porque no podemos celebrar nada. Donde han señalado la víspera de la fiesta para que irremediablemente recordemos en años sucesivos lo sucedido, esta desgracia tan grande.