Ignoro cómo juzgará la historia a Emmanuel Macron. Permitan que precise: ignoro en qué términos será condenado. Tal vez su arribismo y su falta de escrúpulos resulten especialmente destacables para futuras generaciones. Acaso lo más desagradable llegue a ser su duplicidad. Pesará mucho, sin duda, la endeblez y la falta de originalidad de su proyecto político. Sin olvidar su absoluto desconocimiento, más allá de las tablas de Excel, acerca de la Francia real.
Este hombre fue contratado como asesor y luego ascendido a ministro de Economía por el presidente socialista François Hollande. Hablamos de un presidente bastante mediocre, muy impopular y con una grave falta de perspicacia. Antes de que Hollande se diera cuenta, Macron, que nunca militó en el socialismo, había formado un movimiento político “ni de derechas ni de izquierdas” (o sea, rotundamente de derechas pero con aires de modernidad tecnocrática) y había formalizado su candidatura a la presidencia de la República.
Macron traicionó al pobre Hollande. En fin, una traición se le escapa a cualquiera. Lo interesante, al margen de un programa electoral tan largo como vacío, fue su mensaje a los ciudadanos: la clase política tradicional había caído en el desprestigio y sólo él podía frenar a la extrema derecha representada por Marine Le Pen. En cuanto al desprestigio de los políticos, fue una verdad “a posteriori”: usó los sondeos, que reflejaban el interés hacia su propuesta “moderna”, para provocar una desbandada de socialistas y conservadores y atraerlos hacia sus filas.
Y acerca de Le Pen, en 2015, cuando Macron se autoproclamó salvador de la patria, incluso el candidato más mediocre la habría vencido. La extrema derecha carecía de representación parlamentaria. Era un espantajo.
Fue el propio Macron quien, devastando y absorbiendo todo el espacio de centro, abrió espacios de crecimiento al Frente Nacional, hoy Reagrupación Nacional. Macron, antiguo banquero de negocios con los Rothschild, utilizó un razonamiento más propio de una OPA que de una elección democrática: si dejaba en sus flancos dos opciones, una de extrema derecha y otra de extrema izquierda, sin posibilidad de victoria, él era la única opción posible.
Ya conocemos el resultado. La extrema derecha ha ganado por primera vez unas elecciones, las europeas. Y lo ha hecho por goleada. Macron, caricatura viviente del parisino pijo (aunque naciera en Amiens), ha sido incapaz de comprender la angustia vital de las “banlieues”, donde la ciudad es un sueño imposible; la desesperanza de la Francia rural (cuyo gran pecado es el supuesto abuso del motor diesel, tan contaminante, a diferencia de los aviones y helicópteros que Macron usa a diario); la falta de expectativas de los jóvenes (tan desagradecidos que no se conforman con su “bono cultural”).
Antes de Macron, la decencia republicana daba por supuesto que en cualquier segunda vuelta electoral, todos se unían contra la extrema derecha. De ahí que, en un sistema de doble vuelta, Le Pen apenas tuviera escaños. Ahora los tiene, porque ante la disyuntiva de votar a un macronista o a un lepenista, muchos, por puro rechazo visceral, optan por el lepenismo.
A Macron, tras el fracaso en las europeas y la convocatoria de elecciones generales, le faltaba otra infamia para completar su colección. La izquierda (desde la chauvinista de los Insumisos hasta el Partido Socialista, pasando por los comunistas y los verdes) se ha unido en un Frente Popular. Hollande, que fue un mal presidente pero sigue siendo un fino analista político, ha bendecido ese frente, comprometido a cerrar el paso a la extrema derecha en cualquier circunstancia, incluso si ello implica votar a un candidato de Macron.
La enésima infamia de Macron: ahora dice que el Frente Popular y la Reagrupación Nacional “son lo mismo”. Otra vez el mismo cuento. Otro paso para acercar Francia al desastre.