El día que se dictó el estado de alarma, Yurema tuvo que encerrarse con su empleadora, pero no se imaginó que no iba a poder salir en meses. Técnicamente lo que hizo la patrona podría entrar en la categoría de secuestro. Si quería conservar su trabajo y el horizonte de conseguir por fin los ansiados papeles debía permanecer junto a ella para reducir al máximo la posibilidad de convertirse en vehículo del virus. Así se lo dijo literalmente: “si sales vas a llevar y traer el virus”. Así que se quedó cuatro meses encerrada, deprimida, con mucha ansiedad, sin poder ver a su familia, el confinamiento dentro del confinamiento. Ya saben, ese “modo de vida” que le gusta tanto a las migrantes, que diría la presidenta.
El lema “¿Quién cuida a las que cuidan?” se hizo popular en esta pandemia pero es uno de esos clamores permanentes entre las personas que aún están condenadas al trabajo feminizado, explotador e invisible. Ya lo sospechábamos, pero las cifras han puesto sobre la mesa, quizá, una de los lados más obscenos de esta crisis: quienes más sufren el virus, además de los sanitarios, son mujeres, migrantes, cuidadoras y limpiadoras, es decir trabajadoras precarias, invisibilizadas, muchas sin derechos, en trabajos que no parecen trabajos porque siguen fuera del régimen general de trabajadores. Es más, forzadas a encerrarse, lo que las pone al alcance de toda clase de abusos.
Sí, según la cuarta entrega del estudio de seroprevalencia del Ministerio de Sanidad, después de los sanitarios, las mujeres cuidadoras son las más expuestas, particularmente las que cuidan a personas dependientes en sus casas y las que lo hacen en residencias (hasta un 90%) y las cifras son igualmente altas entre las personas no españolas.
Hablamos de todas esas personas que están en situación de emergencia, en la primera línea del virus, atendiendo a personas vulnerables, limpiando hospitales infestados sin la protección necesaria. Y lo hacen ahora más que nunca pues desde la emergencia sufrida en las residencias de mayores y el miedo al contagio en lugares públicos, se ha disparado la contratación de cuidadoras a domicilio, pero ni los salarios han mejorado –ganan entre 600 y 800 euros por jornadas extremas, a veces sin un solo día libre a la semana–, ni gozan de beneficios laborales y la mayoría sigue sin poder cobrar el subsidio que les prometieron.
Es decir, todo lo que no han tenido voluntad de solucionar los gobiernos respecto a los cuidados lo están sosteniendo ellas. Por eso están enfermando y también muriendo. Su trabajo subsidia a las clase medias y altas, subsidia la economía de este país y su explotación está completamente normalizada.
¿Hay algo más importante que proteger formalmente a la gente que cuida de ti y a la que se le paga mucho menos de lo que merece, lo que las hace más vulnerables que al resto? Ni siquiera cuando la segunda ola era inminente se tomaron cartas en el asunto. ¿Y cuando venga la tercera? Las autoridades no están haciendo nada para impedir que estas mujeres vuelvan a ser las más expuestas por la desigualdad de género, el clasismo y el racismo, otra vez una fría cifra en el informe sanitario. Las citas en Extranjería siguen colapsadas y así es imposible reclamar derechos, precisamente cuando este viernes 18 se celebra el Día Internacional de las personas migrante y ya sabemos que el aire se llenará solo de buenas intenciones hasta hacerse irrespirable.
“Si somos tan esenciales, se preguntan, ¿por qué no lo es también la necesidad de resolver nuestra situación administrativa irregular, darnos residencia, nacionalidad, abolir la Ley de Extranjería violentamente racista, mejorar nuestros contratos, darnos el seguro de desempleo, firmar convenios colectivos, ratificar el convenio 189 de la OIT?”. Nunca fue más evidente que para que otros puedan no solo seguir adelante sino para que puedan seguir con su altísimo ritmo de vida europea otras tienen que quedar atrás. Ante eso, las trabajadoras del hogar y las cuidadoras se han declarado en desobediencia doméstica.