Llevamos años hablando de la corrupción de los políticos. De su falta de transparencia. De cómo una vez llegan al poder, muchos se olvidan de sus compromisos con los ciudadanos que les han elegido y parece que solo se dedican a trabajar para conservarlo. Y de cómo una vez que lo pierden, casi siempre salen más ricos de lo que llegaron o colocados a dedo en grandes empresas “casualmente” relacionadas con los puestos que ocuparon.
Pero hablamos muy poco de lo nuestro, de periodismo, de la esencia verdadera del oficio, de la necesidad de que esté al servicio del público, de lo importante que es la decencia en todo el proceso informativo.
Sí, ser un periodista decente se está convirtiendo en algo cada vez más complicado. “¡Cualquiera se mete hoy en un despacho para protestar por algo!”, me decía ayer mismo desconsolada una periodista de raza sobre la situación en su medio, uno de los grandes.
Las crisis que se acumulan sobre los modelos económicos que sostenían al periodismo están machacando la independencia de los profesionales y limitando al máximo su capacidad de rebeldía. Y al mismo tiempo, unos pocos, los más gritones, y en muchos casos los eternos beneficiados por los que ahora están perdiendo el poder (no hay más que repasar la nómina de las tertulias en televisiones públicas), se han embarcado en una caza de brujas contra lo nuevo intentando convertir lo anecdótico en categoría. Haciendo pasar por periodismo lo que es un mero espectáculo persiguiendo audiencias o una burda campaña de agitación en las redes.
De eso sí saben mucho algunos periodistas que, perdida su poltrona, tras años de agitación eficiente y rentable, muy rentable (que no periodismo de calidad), se dicen hoy víctimas de la censura y a la más mínima oportunidad se lanzan como perros de presa sobre todo lo nuevo cuando fueron piezas fundamentales para que se asentase el régimen de corrupción y pérdida de derechos que nos ha gobernado durante años.
Hace una semana, Delia Rodríguez, una de las periodistas más brillante que conozco y con la que he tenido la suerte de trabajar, escribía este tuit:
Pueden gustarnos más o menos, podemos disentir o estar de acuerdo, pero, afortunadamente, sí conozco a muchos periodistas decentes que estos días, estoy seguro, por momentos también se sienten como Delia. Algunos conocidos por todos como Soledad Gallego-Díaz, Pepa Bueno, Iñaki Gabilondo, Enric González, Manuel Jabois, Virginia Pérez Alonso, David Jiménez, Jordi Pérez-Colomé, Ignacio Escolar, Ana Pastor… y otros, muchos más, menos famosos pero que pelean día a día en la batalla por hacer un periodismo decente y que, no siendo populares, sí son muy importantes, porque mantienen y respetan como algo sagrado el hilo de confianza que les une diariamente con sus audiencias.
A la política le llegó su 15M y su revolución. Al periodismo le está llegando también. Mientras los editores siguen obsesionados con Google y el modelo de negocio, la realidad nos enfrenta día a día con un desapego creciente de unos ciudadanos que cada vez se creen menos lo que les contamos.
Si el espectáculo de caza de brujas está resultando vergonzoso, no ha sido menos patético el que han dado muchos informadores políticos que, por ejemplo, entraron entusiasmados al engaño de Rajoy con sus crisis de gobierno, anunciándola con nombres y apellidos, fechas, horas y detalles, para quedar al final brutalmente desairados.
No sé si el periodismo necesita un efecto Podemos que nos obligue a espabilar, de lo que estoy seguro es de que nos sobra mala baba y nos hace falta mucha pericia, mucho rigor y más decencia para recuperar la atención y la credibilidad perdidas.