La dignidad de una mujer magnífica
Mi padre es sin duda uno de los más grandes delincuentes sexuales de los últimos 20 años
“Abuso/noche del 26 de mayo con Marc Sodo. 5ª vez”.
“Abuso/noche del 9 de junio con Charly. 6ª vez”.
Así rotulaba Dominique Pélicot los archivos informáticos en los que registraba las violaciones perpetradas por otros hombres a su esposa –cincuenta años de matrimonio, diez de agresiones–mientras él los miraba. El horror, la perversión, el vicio, la utilización del cuerpo de la mujer en grado casi inimaginable. “He sido sacrificada en el altar del vicio”, ha declarado Gisèle. Más de cien violaciones, alrededor de ochenta hombres distintos, cuatro ETS contagiadas y una mujer que se declara interiormente “un campo de ruinas”. Supongo que podría hablarles de nombramientos o de cupos o de tantas cosas en las que seguiremos enganchados en la actualidad, pero para mí la noticia de la semana, la que me ha estremecido, la que me ha llegado al tuétano ha sido la historia de esta mujer magnífica a la que ni la infamia ha arrebatado la dignidad. Por eso, porque se lo debemos, porque ella ha dado la cara y ha querido transparencia por las que han sido y las que pueden ser víctimas como ella, la traigo hoy a estas líneas. “La vergüenza debe cambiar de bando” dijo con la cabeza bien alta. A ello vamos.
La trataron como “a un saco de basura”. Lo hizo el hombre con el que compartía la vida –“un chic mec” pensaba ella–, lo hicieron vecinos de toda condición, lo hizo Monsieur-Tout-le-Monde, cualquiera, el hombre corriente: bomberos, periodistas, obreros, militares, repartidores, informáticos entre los 26 y los 74 años, casi todos esposos y padres. Más familias destrozadas, hijos y mujeres descubriendo el monstruo con el que duermen o que les dio la vida. Sólo tres se fueron sin violarla cuando vieron que estaba tan sedada que parecía muerta. Los demás lo hicieron y varios repitieron. Un espanto inhumano que merece una reflexión más allá de los problemas de consentimiento y de la sumisión química.
Vayamos al meollo del asunto. El tal Pélicot trasteaba en Internet desde su pequeña pedanía. Viendo porno, claro, y en la red descubrió un chat llamado Coco en el que existía una sala que albergaba a hombres que hallaban placer en violar a mujeres inconscientes. “A sus espaldas” se llamaba el grupo. Antaño nunca se hubieran atrevido a confesar lo que los psicoanalistas denominan su perversión sexual, antaño la sociedad también, y que ahora han pasado a considerarse parafilias, en algún caso como forma de blanqueamiento de instintos o tendencias cuya puesta en práctica es absolutamente inadmisible.
Veamos el tránsito semántico de la perversión (per-versus-cion, acción dada la vuelta, desviada) y la aparentemente más amable parafilia (para-filia, inclinación hacia lo impropio o anormal) que siendo palabras que en origen tienen la misma significación, en castellano suponen suavizar lo que de inmediatamente malvado nos sugiere perverso a lo más suave que el sufijo filia trae a la mente. No deja de ser una forma eufemística. Obviamente parafilias hay de todo tipo, muchas de ellas que no causan daño a nadie, o incluso que se busca practicar con personas de complementarios o parecidos gustos. Pero en ese grupo se incluyen perversiones que implican obligatoriamente causar un mal: la pedofilia o la fantasía de violación o el voyerismo sobre la violación a la pareja, por ejemplo, o de la sumisión no consentida. Hay que evitar cualquier intento de subsumirlas en un saco en el que caben “gustos sexuales” porque en todo caso se trata de tendencias sexuales que deben ser reprimidas. Por eso sólo me gusta hablar de parafilias cuando se trata de divergencias sexuales que pueden entrañar el consentimiento, pero a las otras, a las que solo se pueden satisfacer dañando a otros, a esas me gusta llamarlas perversiones sexuales y a los que las sufren sólo les cabría en puridad reprimir su satisfacción para siempre. ¿Por qué pues se las representa libremente en la pornografía? ¿Por qué se habla de ellas libremente en chats en la red? Si somos tan conscientes de que el discurso del odio entraña el posible paso a los actos violentos, ¿no sucede en este terreno?
Siempre ha habido perversiones sexuales, algunas terribles, y a Sade relatarlas le costó la cárcel –recordarán aquella escena de 'La Filosofía en el Tocador' en la que hombres enfermos de sífilis eyaculan dentro de la madre de Eugenia a la que luego cosen los genitales para asegurar una muerte lenta: “Verdaderamente, Dolmancé, es horrible lo que nos hace hacer; es ultrajar al mismo tiempo la naturaleza, el cielo y las leyes más sagradas de la humanidad”–. Pero estamos en el siglo XXI y la red ha proporcionado elementos de los que nunca dispusieron. Ahora se localizan entre sí y hablan en grupo lo que antes jamás hubieran confesado. Ahora en los supermercados del porno, a la luz o subterráneos, encuentran lo que buscan muchas veces obtenido de forma delictiva. Ahora pueden encontrarse y ponerse de acuerdo para llevar a la práctica sus infames fantasías. Incluso es factible que muchos, arrastrados por la necesidad de escalar el estímulo, lleguen en su búsqueda a encontrar aberraciones y sevicias en las que nunca habían ni pensado.
Pélicot obtenía placer “de ver a su esposa forzada a prácticas que ella rechazaba habitualmente”. Se ha manifestado presa de una adicción. Los otros pusieron en práctica, porque podían, porque estaba a su alcance, la aberración en la que pensaban o de la que hablaban. Las fantasías sexuales siempre constituyeron una vía privada de escape o de placer que la inmensa mayoría de la población nunca pensó llevar a la práctica. Es el contexto el que ahora favorece ese tránsito inadmisible, inhumano y delictivo. “Pasan al acto porque hacen saltar todos los cerrojos, porque no les detiene ni la conciencia ni lo prohibido ni el superego ni el control social ni las leyes”, afirma una de las peritos que ha participado en la evaluación de los procesados. Hombres de a pie, hombres cualquiera, buenos padres de familia hacen “saltar los cerrojos” y pasan a la acción. En esa única frase la experta resume todos los filtros que la humanidad fue instaurando para frenar el paso del pensamiento al acto que humilla, veja y daña a otros.
La enorme dignidad de Gisèle –que pronto podrá dejar atrás el apellido de su verdugo y recobrar el de soltera–⁸, su cabeza alta ante las aberraciones sufridas de las que no es responsable, nos recuerdan que una sociedad en la que cada vez más individuos son capaces de “saltar los cerrojos” es una sociedad cada vez más invivible y más inhumana. Y que la tecnología no sólo libera lo bueno sino que da rienda suelta a todos los espantos que habitan en el interior del ser humano. Y, por último, que algunas formas de control social más allá de las leyes deben existir para no blanquear lo repugnante, lo dañino, lo aberrante.
Ahora la tendencia es precisamente la contraria y así nos va.
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