Parece que ha quedado en el olvido el episodio que protagonizó el rey en Sevilla hace unos días. Si este Estado tiene la memoria de Dori la de Nemo, cómo nos vamos a extrañar de lo que ha perpetrado el Tribunal Supremo con la tumba de Franco, con la memoria histórica. Y así, entre coronas y togas, se nos escurre la historia entre los dedos y el presente nos va como nos va. Felipe VI fue a Sevilla en el Día de la Fuerzas Armadas (que, por cierto, yo me habría jugado el rosco defendiendo que es el 12 de octubre: en algo tiene que basarse mi mala reputación). Tieso como si le obligara el almidón de un traje muy anticuado, el jefe no electo de este Estado desmemoriado corroboró con muecas lo que ya habíamos visto en aquel discurso del 3 de octubre de 2017 que quedará para los anales. El lado oscuro de Su Majestad.
A Felipe de Borbón nos lo quisieron vender como preparado (su padre y promotor diría preparao), como templado, muy correcto, soso pero bonachón. Lo hemos visto crecer. Irse a los Estados Unidos de América a completar la preparación. Navegar en familia. Lo hemos visto casarse (ejem) y repetir consignas navideñas de justicia universal que lo desmarcaban de vínculos fraternos inconvenientes a su futuro. Lo vimos comer sopa en palacio y llevar a sus hijas al colegio, ¡conduciendo él mismo! Muy a pesar de su padre y de su madre, de sus hermanas y de sus cuñados, de sus sobrinos y de la esposa en la que se empeñó, los poderes monárquicos del Estado han ido echando el resto en proteger sus intereses personales a través de una imagen institucional que disimulara la debilidad. A duras penas se ha sostenido una institución contraria a la más simple concepción de la democracia. Pero Felipe aguantaba el tipo, tragaba saliva, cerraba la boca y, poniendo cara de póker, cumplía con el besamanos. Hasta que llegó el 3 de octubre de 2017.
Solo dos días después de que en Catalunya molieran a palos a ciudadanos pacíficos, y sin contemplaciones con su edad o condición, Felipe de Borbón decidió hacerse el general de todos los ejércitos y emprender una avanzadilla que hizo añicos para siempre su ya precario carisma. Aquel chaval que habíamos visto navegar con una tímida sonrisa se convirtió en un hombre ceñudo y sobreactuado que reclamaba por la tele “orden constitucional y el normal funcionamiento de las instituciones” al Estado que lo mantiene y enriquece. Felipe de Borbón quiso convertir ese 3-O en lo que su padre y promotor había convertido el 23-F y el 11-M. No solo no lo logró sino que desveló varios aspectos de su persona que no le favorecen y que, acaso, germinen en el fin de su dinastía. Poniéndose al frente del nacionalismo españolista (lo cual, por otra parte, no es de extrañar, guiado por el instinto de supervivencia) y, sobre todo, ignorando la escandalosa violencia que había sufrido esa parte de sus súbditos que lo es por obligación, Felipe VI inició el camino de, cuando menos, un exilio interior. Otros fueron para Bruselas. Y otros, a prisión.
A Felipe VI (a su trono) le resultó fallido el 3-O. Tiempo al tiempo. Pero en la estela de su error se legitimaron los abusos policiales de entonces y los abusos judiciales, políticos y mediáticos a los que desde entonces hemos asistido. Abusos contra una parte de la que él quiere su nación pero no lo reconoce como jefe y abusos contra la memoria histórica. Detrás de los juicios del procés, detrás de la Fiscalía del Estado, detrás de los epítetos de Javier Zaragoza, detrás de la sentencia del Supremo sobre la momia de Franco, detrás de la indefensión de la ciudadanía frente a la toga, está la alargada sombra de una corona que ratifica el abuso con el ceño fruncido. Encima: una corona como una bota. Por algo los fascistas de Vox la defienden. Le hacen flaco favor, aunque favores flacos, la corona, no necesita.
El otro día en Sevilla pasó no sé qué con el izado de la bandera rojigualda. Parece que se enredó, aunque no parecía para tanto. El caso es que las cámaras, que observaban a un Felipe VI cuadrado ante la enseña que tanto ha defendido en las regatas, pillaron al monarca, al jefe no electo del Estado, con un cabreo del quince. No fue un simple gesto contrariado, no. Preocupado porque aquello no tirara. No. Cómplice incluso, por qué no, con quien izaba dejando tanto que desear. No. Las cámaras enfocaban a Felipe de Borbón y lo que vimos fue lo nunca visto antes del 3-O: sus prioridades. El lado oscuro de Su Majestad. Dime con qué te cabreas y te diré quién eres. Lo poco que pasó y lo mucho que significa desvela todo. Bajo las muecas despóticas del rey ante esa bandera que naturalmente se arrugó, están los jueces y los magistrados y los fiscales y el españolismo del PSOE y el españolismo del PP y el españolismo de Ciudadanos y el fascismo monárquico de Vox. Están los presos preventivos y la momia de Franco. Bajo esa corona.