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Un discurso de campaña dirigido sólo a los que dudan de él en el PP

Habrá que ver qué efectos produce el discurso de Rajoy en el escenario político –es de temer que sean escasos–, pero si lo que con él pretendía, aparte de cubrir el expediente, era recuperar algo de la credibilidad y sobre todo, de la confianza ciudadana es muy probable que no lo haya logrado. Ni que lo consiga en las horas y días sucesivos, pues por mucha imaginación laudatoria que le echen sus corifeos mediáticos, nada de lo que ha dicho constituye la más mínima novedad respecto de lo que todo el mundo sabe y percibe, que no es precisamente bueno.

Sólo los más fieles seguidores de Rajoy, que son cada vez menos, pueden aceptar, y no digamos creerse, que “España ha sacado la cabeza del agua” y que “las reformas han devuelto la confianza de los socios europeos en nuestro país”.

Un solo mensaje del presidente se ha escapado a esa regla de inanidad y del optimismo sin base: el de que “la Constitución está abierta a su reforma”, que contradice abiertamente lo que el PP y él mismo han venido diciendo desde siempre. Si la cosa va a en serio, puede ser importante: la reforma de algunos preceptos constitucionales puede abrir una vía nueva para el contencioso con Cataluña, y con el País Vasco, y dar alguna luz a la solución de los dramáticos fallos que en estos momentos presenta el Estado de las autonomías.

Sin embargo, lo que ha venido tras ese anuncio, las confusas condiciones y limitaciones que Rajoy ha puesto para que pueda abordarse esa reforma, hace temer que la cosa no vaya a ser tan fácil e incluso que pueda quedarse en agua de borrajas. Pero no se puede despreciar, entre otras cosas, porque es posible que los que tienen que hacerlo, quién sabe si hasta el propio Artur Mas, ya hayan hablado del asunto.

Pero el resto del discurso, de casi una hora y tres cuartos de duración, ha estado dedicado a lo demás, a lo que ya se sabía o se esperaba. Ahí, como es habitual últimamente, Rajoy no se ha dirigido al conjunto de los españoles, sino al electorado del PP, o más bien a su militancia, cuyo estado de ánimo, con la que está cayendo, es la preocupación política prioritaria del presidente del Gobierno, la que seguramente ocupa la mayor parte de su tiempo. Y un discurso propio de una campaña electoral como el de esta mañana sólo puede entenderse teniendo en cuenta que lo fundamental en estos momentos para Rajoy es que la gente de su partido le apoye y no se ponga a conspirar para sustituirlo.

A esa gente le ha dicho lo que tenía que decirle: que toda la culpa de la situación actual es de Zapatero, que si este hubiera actuado como tenía que hacerlo –y aquí ha vuelto a colocar el argumento, insostenible del que el Gobierno del PSOE le ocultó la cifra real de déficit público–, él no se habría visto obligado a traicionar su programa, tomando medidas “desagradables” para él mismo, como la de subir impuestos, que es de lo que peor llevan sus votantes más clásicos.

Como era de esperar, no ha hecho ni una sola mención de los muchos errores que su Gobierno ha cometido desde el momento mismo en que llegó al poder, en diciembre de 2011. Y, por el contrario, se ha apuntado una serie de supuestos tantos. Como el de que en los últimos cinco meses del año pasado la balanza por cuenta corriente haya presentado un saldo positivo, que junto con el hecho de que la tasa de crecimiento del paro ha disminuido ligeramente en la última EPA, ha sido el argumento en el que Rajoy se ha apoyado para asegurar que “algunas cuestiones empiezan a encauzarse” y que estamos sacando la cabeza.

Pero si ese matiz en las cifras de paro es muy poco significativo y, además puede ser sólo provisional –las empresas que están cerrando y las que pueden hacerlo en breve pueden desmentirlo muy pronto–, lo de la balanza por cuenta corriente tampoco es muy sólido: porque su superávit actual se debe, fundamentalmente, a una caída de las importaciones, fruto del bajón de la demanda de las empresas y de los consumidores que está provocando la crisis, más que a un aumento de las exportaciones, que ciertamente se ha producido –fundamentalmente porque aquí no hay donde vender y se hace lo que sea por colocarlo fuera–, pero que desde diciembre ha empezado a reducirse.

La defensa de la reforma del mercado laboral –“de la que ya vemos resultados positivos”– también es un mensaje dirigido a su público, aunque el único punto en que ha podido concretarlo es el del mantenimiento de las plantillas de Renault y Nissan, mientras toda la información al respecto –por ejemplo, la de Orizonia y la de Iberia, por citar sólo lo último– va en dirección contraria. Y lo de que “las instituciones económicas internacionales y los medios de comunicación de referencia dan relevancia a las mejoras que se derivan del nuevo marco laboral” es casi una ensoñación, de la que hay pocas pruebas documentales.

Lo de que el déficit público de 2012 será del 7% habrá que verlo y, en todo caso, está lejos del límite acordado hace unos meses con Bruselas. Y lo de la “segunda generación de reformas” es un concepto demasiado grandilocuente para resumir el conjunto de medidas de escasa trascendencia económica que ha anunciado, por cierto ninguna de ellas en clave de recorte, que eso no debe convenir hoy al presidente.

Su paquete de medidas contra la corrupción suena demasiado a salida por la tangente. Porque todas ellas se aplicarán en el futuro y lo que hoy es prioritario en esa materia –y valdría mucho más que cualquier requisito de control de las cuentas de los partidos– es castigar a los culpables de la corrupción que ya se ha desvelado o sacar a la luz la que aún permanece oculta: y está claro que de eso Rajoy no quiere hablar.

Y, para terminar, un relato sobre lo que en los últimos tiempos ha ocurrido en la UE: incompleto, confuso y, sobre todo, tan sesgado, que oyéndole, se diría que Rajoy ha sido el hombre decisivo de las muchas cumbres de Bruselas. “Me esforcé en convencer a nuestros socios”, “aporté ideas”, “envié contribuciones que han sido recogidas”. En definitiva, la nueva política europea, si es que eso existe, es prácticamente obra de Rajoy.