He de reconocer que me falta información para poder emitir una opinión fundada sobre el caso del espionaje al independentismo catalán bajo los gobiernos de Rajoy y Sánchez. Lo más que podría afirmar en este momento es que el asunto huele mal, que las explicaciones del Ejecutivo han sido insuficientes y que las respuestas de la ministra de Defensa, Margarita Robles, han sido una ofensa intelectual para quienes aspiramos a una clarificación del tema. Que algunos medios de la derecha hayan salido en tromba en defensa de la ministra, presentándola como una víctima de maniobras desde la izquierda y el independentismo para destruirla, no hace sino acentuar el mal olor del caso.
Más allá de la discusión de si el espionaje se realizó o no con sujeción a la ley, me preocupan algunas afirmaciones que se están escuchado en el Congreso acerca de la potestad del Estado para inmiscuirse en la vida privada de los ciudadanos. Los grupos de derechas y sus medios afines han rescatado, en diversas versiones, el viejo y peligroso argumento de “quien nada tiene que ocultar, nada debe temer”, tan querido por los regímenes totalitarios a lo largo de la historia para legitimar su control sobre la sociedad. Echemos un vistazo a lo que dijo la diputada de Vox Macarena Olona en el debate parlamentario del pasado jueves: “Si a mí me espiase el CNI, me preocuparía mi abuelita Lucía en el chat familiar cuando algunos de ustedes se metan con su nieta, me preocuparía mi mejor amiga Elisa porque las mujeres a solas bromeamos sobre casi cualquier cosa. Estas serían mis preocupaciones porque soy una política de orden, soy una política constitucionalista que cumple la ley”. La bancada de la extrema derecha le celebró con aplausos esa exhibición magistral de humor, del mismo modo que la había ovacionado poco antes al acusar a la presidenta de la Cámara de “prostituir” la institución. Por lo visto, a Olona y a su partido les preocuparía no que el Estado los espiara -incluso injustificadamente, pues se supone que como gente de orden que dicen ser no han hecho nada indebido-, sino, qué risa, que trascendieran las charlas insustanciales, aunque jugosas para el cotilleo, que se puedan captar en las interceptaciones.
Es evidente que Olona y sus compañeros de filas hablan con este desparpajo porque el objetivo del espionaje no han sido ellos, sino los independentistas, hacia los que no tienen ninguna simpatía. Esa gente -así, en genérico- merecía ser espiada, incluso mucho más de lo que lo fueron, en palabras de Olona, porque pretendía destruir la unidad de España. Ciertamente, una de las funciones de los servicios de inteligencia es informar al Gobierno sobre situaciones que pongan en riesgo la integridad territorial del Estado, como lo fue sin duda la accidentada declaración unilateral de independencia de Cataluña en 2017. Sin embargo, de lo que estamos hablando es de si el espionaje se hizo conforme a los procedimientos legales; si se justificaba seguir interviniendo tres años después la privacidad no solo de los que encabezaron aquel desafío, sino la de otras personas que en principio no tuvieron responsabilidades políticas en él; si la operación contó con la autorización preceptiva de un juez, y si el CNI se atuvo en sus seguimientos a las directrices que le había impartido el Gobierno. Hacerse esas preguntas no implica ponerse del lado de los independentistas, sino ejercer el derecho, y el deber, de vigilancia a las instituciones del Estado para evitar que se puedan cometer excesos contra derechos fundamentales. Se trata, en últimas, de mantener viva la discusión sobre el complicado equilibrio entre libertad y seguridad, del que depende el curso que toman las sociedades.
A Vox y buena parte de la derecha esos interrogantes no les quitan el sueño, porque se consideran protegidos en el orden actual. Sin embargo, si fuesen mínimamente sensatos –no digamos ya buenos demócratas- deberían pensar que algún día, por cualquier razón, ellos mismos podrían llegar a ser objeto de espionaje (legal o ilegal) desde el Estado, posibilidad sobre la que hoy se permiten hacer bromas en el Congreso. No me cabe la menor duda de que en ese caso montarían una gresca monumental, acusarían a su hoy amado CNI de ser un sicario del gobierno y exigirían -con todo el derecho que hoy niegan a los demás- una explicación convincente sobre los seguimientos.
La historia ha demostrado con creces que la doctrina del “nothing to hide, nothing to fear” (“nada que ocultar, nada que temer”) tiene un trasfondo perverso y puede ser utilizada por regímenes y gobiernos desenfrenados de cualquier ideología para neutralizar a sus adversarios, apelando al silencio cómplice o temeroso de los ‘buenos ciudadanos’. Incluso personas de conductas realmente intachables, que no alardean de ser gente de bien y de orden, pueden resultar víctimas de la maquinaria del Estado si esta escapa a los controles democráticos. Ya lo decía el cardenal Richelieu hace cuatro siglos: “Dadme seis líneas escritas por la mano del hombre más honrado y hallaré en ellas algún motivo para ahorcarlo”.