Estos días se han celebrado los Días Mundiales del Medio Ambiente y los Océanos, respectivamente, pero la biodiversidad no tiene mucho que celebrar. En este momento, un millón de especies animales y vegetales están en peligro de extinción, lo que supone un octavo del total. La Plataforma Intergubernamental sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas (IPBES) indica que el ser humano ha contribuido a alterar los ecosistemas del 75% de la superficie terrestre y del 66% de las regiones oceánicas. Según dicha plataforma, el impacto podría ser hasta un centenar de veces superior a la pérdida de especies de los últimos 10 millones de años, lo que implicaría la pérdida de beneficios esenciales que la naturaleza aporta a los seres humanos.
Además de la explotación de recursos y ecosistemas, nuestro sistema socioeconómico está siendo el responsable del cambio climático. Tal y como afirma un estudio publicado en la revista Nature, los patrones climáticos del siglo XX se han modificado bruscamente por nuestras emisiones, afectando a sequías, lluvias y a la temperatura. El cambio climático antropogénico amenazará los hábitats naturales de las distintas especies de la Tierra y supone una amenaza de colapso del sistema económico a nivel global. De hecho, la pandemia sanitaria actual está mostrando cómo nuestros impactos en la naturaleza terminan por afectar directamente a nuestro bienestar.
En resumidas cuentas, un sistema como el actual, basado en el crecimiento económico ilimitado, conlleva una presión constante sobre los recursos y favorece la proliferación de estrategias dañinas para el medioambiente, tales como la obsolescencia programada.
Anteponer el dónut al crecimiento ilimitado.
Según un artículo recientemente publicado en Conservation Letters, la política de biodiversidad debe estar por encima del crecimiento económico ilimitado. Los autores proponen una serie de medidas que abarcan tanto asuntos macroeconómicos –como las relaciones comerciales internacionales- como aspectos de la gestión urbana local -como la organización territorial de la población.
Siguiendo esta línea, deberíamos realizar una transformación integral de la manera en la que producimos, consumimos y nos relacionamos para frenar un colapso de los ecosistemas. La economista Kate Raworth defiende que el objetivo debe ser prosperar y sobrevivir como sociedad, pero que esto no es sinónimo de crecimiento económico. Aboga que el PIB no es un buen indicador de desarrollo y, en su lugar, deberíamos hablar de la economía del dónut: cubrir las necesidades y mejorar el bienestar de la población dentro de los límites del planeta. Bajo este punto de vista, en lugar de medir la riqueza total de un país mediante lo que produce, el foco debe estar en la sostenibilidad del sistema productivo y en el bienestar de la población. Se trata de alcanzar un nivel de equilibrio económico que permita huir de la llamada trampa malthusiana.
La economía del dónut trata de ser el punto de encuentro de otras iniciativas de desarrollo económico dentro de los límites del planeta, como la economía circular o la economía azul.
Soluciones aún por implementar
Lejos de la adopción de dichos enfoques, sí que se ha visto un movimiento de ciertas instituciones para la lucha contra el cambio climático y en favor de la biodiversidad, como el Pacto Verde Europeo, pero su implementación está siendo desigual entre países y su puesta en práctica será clave para evitar que quede en papel mojado.
De hecho, ya se han desarrollado alternativas productivas que pueden salvar el mundo pero que hemos fallado a la hora de integrar en el sistema productivo. ¿Por qué no incorporamos más energía procedente de fuentes renovables en el mix energético? ¿Por qué no nos alejamos de la obsolescencia programada y del consumismo para producir bienes duraderos que no requieran explotar constantemente los recursos? Tal vez, porque, hasta el momento, no se ha visto un peligro inmediato para nuestra generación. No hemos sido capaces de cambiar nuestro sistema productivo o nuestros patrones de consumo productivos para evitar comprometer el bienestar de las generaciones futuras por solidaridad intergeneracional. De igual manera, no hemos sido solidarios con otras especies: hemos invadido sus hábitats persiguiendo el crecimiento económico sin límites y provocando la desaparición de un sinfín de animales y vegetales.
Sin embargo, la generación actual está empezando a sufrir las consecuencias de nuestro modelo socioeconómico a través de inundaciones, sequías y olas de calor sin precedentes. De no producirse una transformación sostenible, podríamos llegar a conocer los límites de la inteligencia del ser humano como especie.
Economistas sin Fronteras no se identifica necesariamente con la opinión del autor y esta no compromete a ninguna de las organizaciones con las que colabora.