De entrada, les pido disculpas. No quisiera contribuir a desviar la atención respecto a lo importante, los muchos aspectos económicos y políticos positivos de la cumbre hispano francesa celebrada en Barcelona. Tengo coartada: lo que ha pasado en la manifestación independentista celebrada a sus puertas conlleva algunas enseñanzas que haríamos bien en convertir en lecciones.
La cumbre consolida el protagonismo creciente que España ha adquirido en los últimos años en la esfera de las relaciones internacionales y en los grandes retos de la Unión Europea. Baste recordar el liderazgo que el Gobierno de coalición está ejerciendo para hacer frente a la crisis energética o el ejemplo que para muchos países europeos y latinoamericanos supone la reciente reforma laboral y su impacto en la calidad de los empleos. Estos son solo algunos de los muchos ejemplos que se pueden citar.
Más allá de la importante dimensión económica de los compromisos adquiridos por los dos estados, en el terreno de las interconexiones, energéticas o en infraestructuras, la firma del Tratado de Barcelona es también importante para Europa. En un proyecto en construcción como el de la Unión Europea, que mantiene aún una fuerte dinámica intergubernamental, que se consoliden los vínculos estables y compromisos entre dos países centrales de Europa, como Francia y España, es una buena noticia.
En un contexto en el que la guerra en Ucrania obliga a la UE a fijar su mirada en el este y el norte de Europa, reforzar el eje sur del Mediterráneo, con problemáticas muy acuciantes como la de la acogida digna de la inmigración, constituye un factor de equilibrio del proyecto europeo a valorar positivamente.
Especialmente a las puertas de la necesaria reformulación de los tratados europeos y la renegociación de los pactos de estabilidad. El Tratado de Barcelona supone apostar por la estrategia de cooperación reforzada entre estados que tan necesaria va a ser para superar los bloqueos de la regla de la unanimidad si se quieren avanzar en la consolidación política de la Unión Europea.
Creo que podemos afirmar que la cumbre es un éxito para España y su Gobierno de coalición. Ha sido un acierto que se celebrase en Barcelona, consolidando una estrategia de hacer del estado español algo más que Madrid y su M-40. Y nadie debería arrogarse el derecho de veto a la celebración de eventos europeos o internacionales en Catalunya.
Pero alguien en la Moncloa debería reflexionar sobre el error que supone haber vinculado ostentosamente la celebración de la cumbre con el supuesto éxito político del final del procés.
Parece que entre los monclovitas no hay ningún conocedor de la obra de Baltasar Gracián. El jesuita aragonés nos dejó en herencia su 'Oráculo manual y arte de prudencia', que debería ser el libro de cabecera de los asesores políticos.
Si lo hubieran leído entenderían la importancia que, en la vida, también en la política, tienen sus lúcidos aforismos. Entre ellos los que aconsejan “No hacer nunca ostentación de las victorias propias” o “Usar, y no abusar, de segundas intenciones” o “No ser un registro de faltas ajenas”.
Aunque no deberíamos descartar que el 'error' de los monclovitas no tenga que ver con la torpeza sino con la necesidad de la política de bailar la yenka (los jóvenes, que vayan urgentemente al buscador para averiguar qué significa esta palabreja).
Desde siempre el 'conflicto catalán' ha generado problemas de cierta esquizofrenia en el discurso de los agentes políticos. Los acuerdos que en Catalunya Jordi Pujol presentaba como conquistas, sus socios en el Gobierno español tenían dificultades para que no aparecieran como agravios para el resto de España. Lo que el PSOE presentaba como armonización autonómica, al PSC le costaba explicarlo en Catalunya, como bien sabía y sufrió Ernest Lluch. Aunque en el PP quieran ignorarlo y que los demás lo olvidemos, algo parecido le sucedió a Aznar en su primera legislatura, con el apoyo mutuo con CiU y su catalán en la intimidad.
Nada nuevo bajo el sol. Igual la razón de esta curiosa estrategia sea que alguien en la Moncloa ha considerado oportuno que en este mes de enero había que hablar mirando más a España que a Catalunya. En febrero, Dios, o las necesidades políticas del momento, dirán hacia dónde mirar.
No tengo dudas de que el procés, tal como se vivió, ha pasado a la historia. Entre otras cosas, porque el cenit alcanzado por el independentismo en el otoño del 2017 no tuvo -no existía- ninguna estrategia de continuidad. Y hoy continúa sin tenerla, aunque lo intenten camuflar hablando de estrategias distintas, cuando no tienen ninguna.
Del procés, tal como lo vivimos, solo quedan a grandes rasgos dos cosas. El conflicto político continúa vivo, sin tener solución, aunque algunos de sus aspectos más lacerantes hayan encontrado algunas salidas, a las que llamamos política de desinflamación. En cambio, uno de los principales motores de aquel procés, la pugna insomne en el seno del independentismo no solo no ha menguado, sino que está en fase ascendente. Y parece que va camino de convertirse en una bronca a perpetuidad.
He dicho en muchas ocasiones que en Catalunya nada es lo que parece. Y de nuevo se ha confirmado esta semana. A pesar de los esfuerzos de Ómnium por presentar la manifestación como un momento de unidad del independentismo, la realidad se ha empeñado tozudamente en desmentirles. Los insultos a ERC y a su presidente, Oriol Junqueras, lo confirman.
Puigdemont ha aprovechado la 'torpeza' de la Moncloa -aunque la verdad es que el expresident no necesita palmas para ponerse a bailar- para llamar a la manifestación. Aunque lo presentó como una reivindicación de la vitalidad del procés -que nadie se cree- su intención e intereses son otros. De un lado pretende recuperar para Junts una parte del espacio político que ha perdido como consecuencia de su renuncia a hacer política al salir del Govern. Y sobre todo pretende erosionar a ERC y su estrategia de diálogo, llevándolos a una encerrona. Si los republicanos no iban a la manifestación serían acusados de traidores, y si acudían, aunque fuera simbólicamente, serían acusados de “botiflers”, como así ha sido y hemos visto en directo.
En resumen, el procés ya no existe, pero no hace falta hacer ostentación política de ello. El conflicto político continúa vivo y mientras no tenga cauce -cada vez más complicado- continuará erosionando la gobernabilidad de Catalunya y condicionando la de España.
Los grandes retos globales que acechan al mundo, Europa, España y también a Catalunya -aunque algunos se empeñen en ignorarlo- llaman cada día a nuestra puerta y, mientras, una parte de nuestros gobernantes continúan enzarzados en sus cosas.
Es de esperar que en los próximos años esta cumbre y el Tratado de Barcelona no se recuerden por los gestos simbólicos de Pere Aragonés o los abucheos e insultos a Oriol Junqueras, sino por sus avances en proyectos estratégicos, por la cooperación reforzada que suponen y por su aportación a la construcción de la Unión Europea.