Elecciones, euforia ciega y escepticismo decadentista

20 de febrero de 2024 22:06 h

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Leyendo la segunda parte de 'La saga de los intelectuales franceses, de François Dosse y publicada ahora en España por Akal, que se ocupa del período entre 1968 y 1989, advertía constantemente paralelismos entre la crisis de la izquierda después de mayo del 68 y el momento actual. Hoy, cuando la idea de libertad se coloca en disputa, constatamos como entonces una “crisis triple de la cultura de izquierdas, herida en el corazón por la duda sobre las ideas de revolución, de progreso y de Estado”, y la reivindicación en boca de intelectuales como Paul Thibaud y Patrick Viveret de la autonomía se parece a nuestras disputas actuales sobre la libertad. “La autonomía empieza a convertirse en una referencia clave y quizá no esté lejos de suplantar a la igualdad en el panteón de los valores democráticos. En nombre de la autonomía se libran hoy los combates decisivos”, afirmaban en 1977, justo antes de un tiempo que hoy rima con el nuestro: el auge de una derecha neoliberal y profundamente destructiva, capaz de erigirse contra cualquier lazo social o comunitario reivindicando su falso estandarte de libertad oligárquica. La diferencia primordial es que ya no somos tanto decepcionados con lo anterior como hijos de ese mismo tiempo pasado: nuestra experiencia colectiva no es necesariamente la del fracaso de las utopías y horizontes previos, sino la herencia del neoliberalismo en cada uno y en cada una, como sistema afectivo, psíquico y total. Entre los hijos de Marx y Coca Cola, la batalla la ganó Coca Cola, y no hemos sabido adaptarnos a ello conservando horizonte alguno de emancipación.

No es la única similitud: hoy vivimos directamente las consecuencias de una crisis climática sin precedentes; quien escribe estas líneas lo hace en Madrid, a veinte grados en febrero. Pero ya era 1974 el año del segundo Informe Meadows, del cuestionamiento del progreso indefinido de las fuerzas productivas, de la convicción de que, si no cambiamos el rumbo, “corremos hacia la catástrofe”; la catástrofe si no se rompe, como advertía Jean-Marie Domenach en esos tiempos, “con la mística de la conquista de la naturaleza y del consumo ilimitado, su jerarquización, su pasión por los papeles históricos, su adoctrinamiento y su activismo pedante”.

Que el pasado se parezca a su futuro, y no siempre para bien, no tendría por qué desalentarnos. Es, si acaso, una oportunidad para encontrar en la historia vías que no se exploraron lo suficiente, vetas por las que hacer que se cuele la luz. Dosse remata su libro con un deseo: el de invitar a quien lo lea “a protegerse de las trampas y los excesos de estas dos posiciones extremas, la euforia ciega y el escepticismo decadentista”, y “aprovechar el kairós que atraviesan en su experiencia histórica y dar a la historia, la suya, una nueva dirección”. Ese kairós, momento adecuado u oportuno, tiempo de la oportunidad y del acto, de la decisión, de la voluntad, de lo trascendente, es de lo que debemos hacernos cargo. Visto el resultado de la izquierda en Galicia el 18 de febrero, conviene aún más recordar la otra parte: la de no dejarse llevar por el escepticismo decadentista, igual que en el pasado tampoco debimos caer en la euforia ciega.

Que la izquierda no haya conquistado un territorio en el cual lo tenía todo en contra no es una catástrofe, ni un cambio de ciclo; es la reafirmación de que, de alguna manera, seguimos en un tiempo frío, en el cual el reloj sigue sin correr del todo a nuestro favor. Por más que los ánimos que dejan las elecciones gallegas vayan a marcar el ambiente de las próximas semanas, esos ánimos no son, ni mucho menos, un todo: en España sigue operando un Gobierno de coalición progresista. Es más: aunque los resultados hayan sido los que son y el Partido Popular haya revalidado otra vez en Galicia, los números siguen siendo inmensamente ajustados; si otra cosa habría sido posible, variando ligeramente las circunstancias, otra cosa volverá a serlo. Y no hay motivos, entonces, para embalsamarnos en la tristeza.

Hay quien ha salido raudo a señalar un supuesto carácter catastrófico en ese resultado electoral para Sumar, encarnado en un supuesto ciclo de auge de la izquierda nacionalista en territorios como Catalunya, Euskadi o Galicia. Conviene el realismo, y ese realismo implica varias cosas, a saber: que hace meses, en las elecciones generales, Sumar cosechó tres millones de votos después de un batacazo mucho mayor del espacio del cambio en unas elecciones autonómicas; que, en esas mismas elecciones, el espacio que representan los Comunes y Sumar quedó como segunda fuerza en Catalunya, cosechando casi medio millón de votos; que el voto útil y la excelentísima campaña de Ana Pontón y el BNG no eliminan la persistencia del voto dual. En los territorios, para sobrevivir y, sobre todo, para ganar, hace falta arraigo; en el ánimo general, lo que hace falta es esperanza. El ciclo no está cerrado, sino que necesita esa esperanza: la que dé también a la historia una nueva dirección.