En cierto sentido se agradece el ritmo pausado de agosto, tras el top ten de los relatos políticos del último mes. Es deseable que propicie un contexto más favorable para desmontar la performatividad política de los pulsos de poder con los que nos han deleitado, o cómo llamarían a esa descarada representación sobreactuada para esconder la distancia entre el discurso realizado y las acciones emprendidas para conseguirlo. Había mimbres suficientes para recoger el anhelo de la mayoría social que reclama un acuerdo de gobierno progresista con el cometido de imprimir un giro hacia la justicia redistributiva y, sin embargo, no ha sido posible. Ahora bien, cómo íbamos a esperar otro resultado diferente ante la ausencia de una dosis equilibrada de honestidad y empatía social, porque habría sido imprescindible para un programa inclusivo de todas las necesidades humanes y transformador de las situaciones de desigualdades existentes en condiciones de dignidad básicas.
No se inquieten, no pretendo volver a los factores explicativos de cómo la asimetría implícita en las partes del relato abocó a la no investidura que ya conocemos ni siquiera a por qué no hay que asignar la misma responsabilidad por la frustración del resultado conseguido. Hay ya mucho escrito y yo misma me he pronunciado ya al respecto. Lo que me interesa es insistir en la necesidad de empatía social para salir de esta situación de bloqueo institucional que repercute en todos los niveles de la administración pública y, por extensión, en grupos poblacionales que deberían estar siendo objeto de atención preferente de las políticas sociales. Voy a destacar solo cuatro hechos que, en mi opinión, señalan la urgencia de conformar ya un nuevo gobierno progresista.
1) La parálisis del sistema público de dependencia resulta escandalosa. Tras los recortes de 2012 mantiene una insuficiente cobertura y una lista de espera creciente que ya alcanza a cerca de 400.000 personas (256.000 están en espera de recibir prestación económica y/o social y 139.000 de recibir la valoración por los servicios profesionalizados). ¡Y no será por falta de discursos políticos sobre los cuidados! Hay que pasar del dicho al hecho. En este sentido, el pragmatismo no debería estar reñido con la coherencia y la responsabilidad pública, pero lo cierto es que a falta de recursos y de compromiso real para la articulación de un sistema público de cuidados como el derecho universal, público, prestado a través de gestión directa con unos estándares de calidad aceptables convierte a las mujeres en proveedoras permanentes de cuidados en un sistema que las atrapa en la división sexual del trabajo a costa de su tiempo, energía y salud.
2) El enquistamiento de las condiciones de precariedad y su mayor afectación sobre las vidas de las mujeres forman parte del legado de las últimas reformas de Rajoy, que aún siguen vigentes. Tanto la cronificación del desempleo, recogida en el último informe de la EPA (con tasas de desempleo femenino del 15,8% y 12,5% masculino), como el estancamiento de las pensiones públicas en caso de no derogarse la última reforma vigente, con una nueva ley que elimine el factor de sostenibilidad y blinde la subida de las pensiones en base al IPC, requiere de un gobierno valiente y de una reorientación política para la justicia redistributiva, social, de género y medioambiental.
3) La banalización del Pacto de Estado contra la Violencia de Género apunta a una negligencia directa desde diferentes instituciones públicas, ya sea por acción u omisión. Cada día que se demora la conformación de un gobierno progresista se dificulta, en la práctica, que el Pacto de Estado pueda servir como instrumento de acción política para eliminar las violencias machistas que se ejercen sobre las mujeres. Lo que llega a la mayoría de los pequeños municipios son migajas presupuestarias que no alcanzan para reforzar el funcionamiento de los escasos servicios profesionalizados existentes para la prevención y atención ante situaciones de violencia de género, ni para establecer criterios y dispositivos de vigilancia adecuada y eficaces en la gestión de dichos recursos.
La normalización de la violencia de género se va instalando con cada asesinato machista. En lo que llevamos de año son ya 61 los feminicidios (38 los tipificados en el marco de la Ley 1/2004) y más de mil mujeres han sido asesinadas por su compañero -o ex- íntimo desde que tenemos estadísticas oficiales (2003). Existe un acervo legislativo contra la violencia machista consensuado a nivel internacional (CEDAW y Convenio de Estambul, entre los más significativos) que debería servir para establecer garantías mínimas de protección de los derechos de las mujeres y de lucha activa y eficaz contra la violencia machista. Sin embargo, el discurso misógino de la ultraderecha y su entrada en las instituciones está contribuyendo a desmontar la percepción de responsabilidad colectiva. La impunidad ante las agresiones sexuales, individuales y en grupo, el ninguneo a las víctimas y la derechización del discurso traslada de manera perversa un mayor cuestionamiento sobre el comportamiento de las víctimas en vez de sobre el de los agresores.
4) El neoliberalismo avanza mercantilizando cada vez más ámbitos de la vida, capacidades humanas y también capacidades para satisfacer los deseos de la masculinidad patriarcal, y lo hace con voracidad. Todo simula ser consumible y apropiable: cuerpos, relaciones, recursos naturales e incluso procesos biológicos, en un proceso de deshumanización de tal calibre que la trata, tráfico y/o explotación de seres humanos están a la orden del día y nos van inmunizando para aceptar ya casi cualquier acontecimiento, como las muertes de quienes tratando buscar vidas vivibles encuentran la indiferencia. Qué son si no las 681 personas migrantes muertas en el Mediterráneo en el primer semestre de este año ante la indiferencia europea.
Hay que poner fin a este terrible aprendizaje de crueldad humana. Los valores democráticos, esos que alientan los parlamentos y en los que sus señorías deberían prestar su cometido, se evaporan con cada feminicidio, con cada mujer violentada, con cada cadáver que llega a la costa del mediterráneo, con cada suicidio de quien ya no tiene más que perder.
Necesitamos practicar la empatía social y conformar un gobierno para ello. Y no vale cualquiera, porque la empatía social no está implícita en la política per se, ni se genera de manera espontánea. Su existencia depende del marco ideológico que impregna las opciones políticas y del compromiso ético con una idea de justicia reparadora universal. La empatía alude a la responsabilidad social, colectiva y pública tanto para identificar las necesidades derivadas de las deficiencias del sistema capitalista y patriarcal, como en procurar el bien común para todas las personas y seres vivos. La empatía propicia redes de solidaridad y de reciprocidad: es desde ahí, precisamente, desde donde podremos plantearnos construir otra forma de habitar y de relacionarnos, reconociéndonos como iguales y seres interdependientes. Todas esas características están implícitas en cierta medida, en las ideologías progresistas y de izquierdas. Sin embargo, los marcos ideológicos de derechas se sustentan en la individualización de la responsabilidad, desde la que se construyen falacias como la 'libre elección' con la que se culpabiliza de los resultados a las decisiones individuales, frente a la solidaridad y la reciprocidad las opciones de derechas que construyen un sistema basado en el querer es poder y el sálvese quien pueda, sin que la existencia de desigualdades estructurales les desvíe de su propio itinerario.
Por eso no me sirve cualquier gobierno. Quiero un gobierno progresista orientado al interés general de la población y al bien común, con un acuerdo programático elaborado desde la empatía social, un acuerdo de gobierno que pretenda ser progresista y que además asuma el compromiso explícito con los derechos de las mujeres, los derechos humanos y la transformación social para subvertir los desequilibrios y desigualdades estructurales existentes por cuestión de sexo, origen, estrato socioeconómico, identidad cultural y expresión de género. Quiero un gobierno feminista, ecologista y emancipador, con mirada larga para asentar las bases de transiciones justas para otro sistema posible.
Y por todo ello, si yo fuera presidenta en funciones, dejaría de marear la perdiz y abandonaría los tacticismos electorales por el debido cumplimiento de la responsabilidad de conformar un acuerdo de gobierno amplio, inclusivo y generosamente feminista, un gobierno valiente que deje de buscar la complacencia de las instituciones neoliberales y de los sectores de las derechas. Y sumaría apoyos suficientes a este amplio acuerdo de gobierno, porque los resultados del 28A invitan a hacerlo posible, con el convencimiento de que quienes apoyaron en su momento la moción de censura para echar a la derecha corrupta no dejarán pasar la oportunidad histórica de este momento para apoyar un gobierno progresista que decida liberarse de algunos de los encorsetamientos e incoherencias de la vieja guardia socialdemócrata.