Hace unos días me dio un ataque de orden. Me entró un ímpetu de esos de ¡voy a tirar media casa a la basura y la otra media, a guardarla en un cajón! Así. Fue un pensamiento de unas exclamaciones tan largas que casi me salen por las orejas.
Empecé a abrir armarios, a remover botes y pasó algo increíble. Entre los papeles de los cajones encontré artículos, determinantes, subjuntivos… En un altillo vi complementos directos y complementos de lugar. Había verbos en el frigorífico y un puñado de perífrasis apiladas por los rincones.
¡Por los clavos de Cristo! ¿Qué podía ser aquello? ¡No entendía nada! Así que decidí seguir poniendo orden en casa y ya vería después qué haría con esos sujetos, esos demostrativos y esas conjunciones copulativas que había tiradas por todas partes.
Uno de mis propósitos en la cocina era meter la comida en envases de cristal en vez de recipientes opacos para ver a simple vista qué hay dentro. Abrí un recipiente de plástico oscuro y dentro estaba la palabra diligencia. ¡Bendito sea el señor! ¿Pero se podía saber qué diablos era aquello? La pasé a un recipiente de cristal transparente y de repente la diligencia cambió su aspecto a solicitud. ¡Aaah! ¡Que era eso! Un papelote para pedir algo.
Así descubrí por qué usar una palabra clara es como meter comida en un bote de cristal. ¡A la primera, sabes lo que es! Un táper opaco te obliga a abrirlo para ver qué demonios metiste dentro. Un término oscuro exige abrir el diccionario y ver qué significa eso.
Otra de mis ambiciones era poner las cosas en la habitación donde tengan más sentido. ¡Los paraguas, en la entrada! ¡Los manteles, en la cocina! Pero cuando estaba en la faena, encontré un complemento adverbial en la percha de la entrada y un sujeto en el trastero. ¡Menudo carajal!
Al momento entendí que es más fácil leer una frase que empieza por el sujeto, sigue por el verbo y acaba con un complemento. Algo así: “Mi perro corre mucho”. Porque la opción “Mucho corre mi perro” es como guardar los calcetines en el congelador y poner la escobilla con los cubiertos. ¡A ver! ¡Pa qué! ¡Pa qué tanta vuelta si se pueden poner las cosas a mano!
Después me arranqué con una de las tareas que más cuestan: ¡tirar cosas a la basura! Deshacerte de lo que ocupa espacio y no sirve para nada. Abrí un armario y encontré esta frase: “Me dispongo a proceder a adquirir el obsequio destinado a Florinda”. ¡Santísima trinidad! ¡Cuánta inmundicia ahí metida! Saqué todo lo inservible y me quedó un armario despejadísimo de este pelo: “voy a comprar el regalo de Florinda”. ¡Qué alivio sentí y qué aireado quedó el ropero!
Entonces, nítido, vi el paralelismo: los textos y las casas tienen mucho en común. ¡Qué bien les sientan la claridad y el orden! Las casas habitadas por personas con síndrome de Diógenes son como esos textos barrocos que te enredan entre frases subordinadas, adjetivos innecesarios, perífrasis molestas y palabrería barata.
Los textos necesitan el mismo orden y cuidado que pide un hogar. En la escritura, esta limpieza es la edición y la reescritura. Y es imprescindible para que el lector no se tropiece con palabras inútiles, para que no encuentre redundancias amontonadas por las frases, para que no tenga que leer tres complementos hasta avistar por fin un mísero sujeto.
Reescribir es pasar la aspiradora por cada frase y despojarla de mugre. Es tirar lo que no aporta y poner las cosas a mano para no andar buscando las llaves antes de salir de casa ni tener que leer y releer una frase una y mil veces porque, entre tanta mala hierba lingüística, ¡a ver quién es el guapo a quien le queda claro!