España: derechos humanos en retroceso y políticas neoinjustas
A nadie le sorprende que se diga que los derechos humanos se incumplen en países como China, Corea del Norte o Siria. No causa estupor leer en prensa que gobiernos como el venezolano, el colombiano o, qué duda cabe, el cubano infringen una y otra vez las libertades de sus ciudadanos. Tampoco resulta extraño comprobar como el pueblo egipcio, el argelino o el marroquí se levantan contra sus gobiernos para reivindicar que se cumplan derechos humanos obviados durante décadas. Por el contrario, lo que sí nos resulta extraño y nos cuesta creer es escuchar que en el mundo considerado como desarrollado (en el cuál por supuesto se encuentra España) se incumplen derechos humanos esenciales para la vida de las personas. Sin embargo, en la actual España se dan multitud de atropellos contra los derechos humanos. Artículos fundamentales de nuestra Constitución que aluden directamente a derechos humanos de segunda generación (económicos, sociales y culturales) son incumplidos a diario sin que nada se haga para solucionarlo. Desgraciadamente, este fenómeno va en aumento y las autoridades públicas nada hacen para revertir la situación: más bien todo lo contrario.
Las medidas impulsadas por el actual gobierno, y por los gobiernos anteriores, están contribuyendo a que cada vez vivamos en una sociedad más desigual. Políticas presentadas como la única vía posible para crear empleo y crecer económicamente no sólo han conseguido todo lo contrario, sino que han ido aumentando la precarización de las condiciones laborales y empeorando paulatinamente la calidad de servicios públicos esenciales (educación, sanidad, prestaciones de desempleo, pensiones, etc.). Nuestros derechos humanos y nuestro bienestar social están sufriendo un grave retroceso.
Las desigualdades de riqueza no sólo se han traducido en desigualdades de acceso al empleo, rentas, formación o servicios básicos, sino que han supuesto y continúan suponiendo enormes diferencias de poder a la hora de influir en las políticas públicas. Los sectores con mayores ingresos ejercen sobre el Estado una presión decisiva a la hora de marcar el rumbo de las medidas que los gobiernos toman. Sólo así se puede explicar que leyes, impuestos, rescates, reformas fiscales, contracciones del gasto, subvenciones, privatizaciones y un largo etcétera de políticas neoinjustas beneficien los intereses de colectivos muy particulares[i].
El poder económico y el poder político siempre van unidos, las élites nunca están dispuestas a perder su situación de privilegio, por lo que realizan todas las medidas posibles para mantenerla. Con la democracia, se trató de redistribuir el poder de una manera más justa, para hacer que los intereses generales primaran sobre los individuales. Sin embargo, y a la vista de los resultados está, la democracia ha sido un fracaso en este sentido. La capacidad de las personas para hacer valer sus derechos depende de su poder relativo en la toma de decisiones, y en esta confrontación de poderes, la mayoría de los ciudadanos estamos en desventaja frente a grupos con más fuerza aunque inmensamente minoritarios. Estos grupos de poder minoritarios a menudo son denominados bajo el calificativo de mercados, utilizando una expresión vacía, difusa e invisible; aunque ni mucho menos son entes abstractos, sino que son personas y organizaciones concretas actuando en contextos determinados (grandes especuladores y multinacionales, Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, Organización Mundial del Comercio, Banco Central Europeo, etc.).
Las decisiones de los llamados mercados se salen fuera de la democracia, no sometiéndose a los poderes públicos representativos, y haciendo muy acertado el conocido eslogan del 15-M “!Lo llaman democracia y no lo es!”. Los ciudadanos hemos perdido nuestro poder en la toma de las decisiones políticas que nos afectan. Otros agentes que buscan su beneficio propio deciden en nuestro nombre y sus decisiones afectan a los derechos y a las conquistas sociales de todos nosotros.
Si se quiere defender el interés común de la mayoría y conseguir una democracia real, es prioritario que tengamos capacidad para decidir e influir verdaderamente en las políticas que nos afectan. En este sentido, podemos aprender mucho de algunos países del llamado Sur, y comenzar una revolución ciudadana que transcienda las ideologías políticas partidistas que nos enfrentan y defienden intereses muy particulares. Unámonos y reclamemos cambios en los que la inmensa mayoría de la ciudadanía coincidimos. No nos dividamos ante visiones enfrentadas del mundo que hemos incorporado en nuestros imaginarios colectivos.
Hablemos de ideas, de propuestas concretas, sin calificativos, sin símbolos, sin banderas. Olvidemos nuestras supuestas diferencias para darnos cuenta de lo mucho que compartimos. De esa manera, nos daríamos cuenta de nuestro poder real como ciudadanos y ciudadanas unidas. Por supuesto, seguirán existiendo muchas discrepancias sobre temas importantes que no podemos dejar de abordar, pero será un placer discutirlos y debatirlos partiendo de la base de nuestra capacidad para llegar a acuerdos comunes respaldados por una inmensa mayoría de ciudadanos. Paso a paso, poco a poco, de lo que más nos une a lo que más nos enfrenta.
Este artículo refleja exclusivamente la opinión de su autor.
[i] En el lenguaje común esta visión de la economía, la política y la sociedad, se denomina neoconservadurismo, neoliberalismo o liberalismo.Sin embargo, que una persona se considere de ideología conservadora o liberal no tiene nada que ver con que apoye esta orientación de la política y de la economía. Para un análisis más profundo de este argumento y del término políticas neoinjustas ver García-Quero, F. (2011), “Cuestionando el cumplimiento de los Derechos Humanos en la España actual: democracia y ciudadanía en crisis”. En M. Vegas Mendía y otros (coords.), Derechos Humanos: más que palabras. Granada: Diputación de Granada Ed. Alsur, pp. 36-55.