Esta semana arranca la campaña electoral (aunque una tenga la impresión de que llevemos en campaña un lustro) y uno de los eslóganes más manoseados en la Comunidad de Madrid probablemente será el de “El estilo de vida madrileño” (Marca Registrada). En las celebraciones del pasado 2 de mayo, con Bolaños esperando en la puerta, Isabel Díaz Ayuso aseguró que “un español sigue siendo reconocible en cualquier parte, como lo es el estilo de vida madrileño”. Es una idea que lleva usando y moldeando desde hace tiempo, como si la soflama identitaria fuese a borrar de golpe todos los problemas, como si la raíz común anclase cualquier realidad adversa y específica.
Durante la pasada edición de Fitur, Ayuso también aseguró que “Madrid regala un carácter propio muy nuestro que no existe en otro lugar del mundo”. En general, la presidenta autonómica no desaprovecha ninguna ocasión para ensalzar las virtudes del 'modus vivendi' madrileño, sea lo que sea eso. Porque, ¿qué será el estilo de vida madrileño exactamente? Al margen de diferencias evidentes en coste de vida, distancias, oferta cultural u orografía, ¿en qué se diferencia el “estilo de vida madrileño” del asturiano, extremeño o valenciano? ¿Qué rasgos definen ese estilo vital tan anhelado y reconocido allende cualquier frontera nacional? Es un verdadero misterio.
Pudiese parecer que por “estilo de vida madrileño” se refieran a esa posibilidad inaudita de salir del trabajo y aliviar tensiones en una terraza delante de una caña. Begoña Villacís llegó a responderle en Twitter a Juan Carlos Monedero hace unas semanas que “me encanta que disfrutes de nuestras terrazas, Juan Carlos”. Nuestras terrazas, en primera persona del plural. Esa patrimonialización de las terrazas como algo netamente madrileño es un fenómeno digno de estudio. ¿Serán los foráneos del resto del país conscientes de la posibilidad de instalar sillas y mesas en los exteriores de los bares y poder asentar así las posaderas en un entorno al aire libre? ¿Serán en Cuenca, Murcia o Menorca sabedores de la existencia de esa alternativa de ocio que imita desde hace más de un siglo a las 'terrasses' parisinas? ¿Les habrá llegado el rumor de que en Madrid se alzan varios conjuntos de sillas en aceras, grises, metálicas, poderosas, indiferentes a los vaivenes del clima? ¿Podremos votar los vecinos de Madrid en un referéndum de autodeterminación terracista del resto de España? ¿Nuestro altar de culto impreciso estará coronado por una sombrilla de Mahou?
Yo soy gallega y llevo media vida viviendo en Madrid. La ciudad me acogió cuando era estudiante, del mismo modo que lo hace con miles de trabajadores y universitarios año tras año. Y esa es la gran virtud de Madrid: cuando llegas es fácil sentirte como en casa porque hay cientos de casas aquí metidas y nadie te mira mal por arrastrar un felpudo de otra parte. Madrid siempre ha sido una enorme corrala en la que los vecinos se intercambian recetas, vidas y acentos; un pequeño pueblo encajonado en un enorme callejero. El principal factor que amenaza y rompe esa idiosincrasia integradora es la desigualdad. El Madrid-corrala desaparece cuando la desigualdad se cronifica; la ciudad se convierte en varias cada vez más distanciadas en renta, educación, vivienda e incluso esperanza de vida. Y arraigado en esa idea de la cultura del esfuerzo como única garante de las oportunidades, en eso de que la justicia social es un invento de la izquierda, es donde progresa el individualismo que separa Madrid de lo que ha sido y debería ser.
No existe un “estilo de vida madrileño” porque Madrid nunca ha sido un ente uniforme. Etiquetarla es pedirle al lenguaje algo ajeno a la ciudad. Madrid es su gente. Madrid nunca ha necesitado que la definan porque siempre se ha definido sola.