Por qué estudiamos el lenguaje como piezas de Lego

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Eso de tumbar el lenguaje sobre un folio y desmembrar las frases y las palabras con la pericia del que se calza una bata blanca, alza una sierra y empuña un bisturí no se lleva haciendo tanto tiempo. Esta forma de enseñar lenguaje como una clase de anatomía viene de finales del siglo XIX.

Fue entonces cuando empezaron a dar sintaxis, morfología y fonética en la educación secundaria y universitaria. A enseñar el lenguaje como un Lego lleno de piezas que se ponen y se quitan. Un morfema por aquí… un lexema por allá... O como un Tetris, donde unas piezas encajan con otras, y otras no encajan ni a patadas. Pongamos, por ejemplo, el la de “la vi ayer”, que va en la frase como un guante, frente al la de “la dije que viniera”, que ¡arg! ¡alerta laísta! chirría más que empujar el cuadrado en el hueco del triángulo.

Este modo de entender el lenguaje viene de dos cambios radicales en las mentes del siglo XIX. Uno: las ansias de ciencia. Otro: las aspiraciones nacionalistas. Y los dos, mano a mano, impulsaron el nacimiento de la filología moderna en España, según cuenta el doctor en Filología Hispánica Mario Pedrazuela en El orden de las palabras

Durante siglos los pocos (hombres) que tenían el privilegio de estudiar aprendían la retórica griega y latina ¡De memoria! ¡De pe a pa! Porque pensaban que repetir las frases que otros dijeron miles de años antes los convertía en los mejores oradores de su tiempo. 

Aún a comienzos del XIX creían que estos latinajos de memorieta los hacían más hábiles para discutir, rebatir y convencer. El objetivo era enseñar a los alumnos a tener el don de la palabra y el poder de la persuasión, porque, según Pedrazuela, “quien supiera expresarse de forma convincente y atractiva tenía abiertas las puertas para triunfar en la sociedad decimonónica”. 

Y no les faltaba razón: el que maneja la comunicación maneja el poder. Pero… en ese plan de estudios había un desajuste que empezó a crujir: en España lo que se hablaba era el castellano ¿Tenía sentido, entonces, estudiar latín para dominar las conversaciones del castellano? Esta pregunta fue sonando con más fuerza conforme llegaban las nuevas doctrinas científicas del centro de Europa. ¿Por qué aprender lenguas muertas (latín y griego) en vez de cuidar las lenguas vivas del día a día? La idea era que los estudiantes dejaran de sentirse “constreñidos a una serie de viejos recursos poéticos y retóricos”, y dominaran el habla de la calle, los negocios y la política.

Entonces, como siempre, se produjo el enfrentamiento entre apocalípticos e integrados. Aunque en aquella época los llamaron moderados (partidarios de eternizar las lenguas decrépitas) y progresistas (hartos ya del verso muerto). La historia se puso de parte de los progresistas, y alzados en el gobierno del recién estrenado Sexenio democrático, en 1868, proclamaron que no querían formar “solo latinos y retóricos, sino ciudadanos ilustrados”. Este propósito se convirtió en un decreto que declaró libre la enseñanza y actualizó el temario de la secundaria.

Cuenta Pedrazuela que, en ese debate entre los que querían perpetuar la retórica clásica y los que querían instaurar la Ilustración, apareció el pedagogo Francisco Giner de los Ríos y dijo que la Retórica y la Poética tal como se daban en las clases eran “inútiles”, “perjudiciales” y “solo propias para formar copleros y pedantes”. Giner de los Ríos llevó estas ideas a la Institución Libre de Enseñanza (uno de los proyectos pedagógicos más interesantes y renovadores de la España contemporánea). Ahí “se fomentaba el aprendizaje de habilidades lingüísticas, basadas en la expresión y la comprensión, y habilidades literarias, para que el alumno descubriese los valores estéticos y literarios de las obras”.

Y a la vez que la ciencia calaba en el sistema educativo español también lo hacía el romanticismo. Hasta el siglo XIX, bajo el nombre de “textos literarios”, enseñaban moral cristiana. Bajo el nombre de literatura promulgaban la palabra de Dios (lo que viene a ser gato por liebre o llamar arte al toro de Osborne). Pero esto empezó a hacer aguas… y, entrelazado al estudio científico de las lenguas, apareció el espíritu del nacionalismo.

Aunque al principio, dice Pedrazuela, los impulsores de hacer de la lengua una ciencia pusieron más interés en reconstruir el pasado que en descubrir sufijos y prefijos. Y esto tenía un motivo: “La explicación de la historia de una lengua se convierte en un elemento fundamental para establecer esa identidad. De tal manera que la identificación que se produce entre lengua y nación hizo que los Estados fomentaran que sus ciudadanos conocieran su lengua y la sintieran como propia”.

Algunos Estados europeos encargaron a estos nuevos estudiosos de las lenguas vernáculas que hicieran diccionarios, tratados de gramática y recopilaciones de textos literarios. Así fueron borrando el latín y el griego, y así aparecieron los nuevos especialistas de la lengua y la literatura de cada lugar. 

Había que poner fin a la tradición de que los teólogos, filósofos, científicos, juristas y médicos se ocuparan de los asuntos lingüísticos. Querían lingüistas de verdad. Y ahí que fueron los nacionalismos a arrancar las lenguas de las manos de los médicos y los curas para ponerlas en las mesas de estudio de los nuevos filólogos. Ellos, entonces, sacaron sus papeles y sus plumas, y desarticularon la nueva ciencia del lenguaje en otras ramas científicas. Y así fue cómo los fonetistas, los etimólogos, los lexicógrafos y los dialectólogos empezaron a desmembrar las frases, las palabras, las sílabas y las letras en todas las pequeñas piezas que conocemos hoy.