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El europeísmo de la extrema derecha como espíritu de época

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En Europa todo se cocina a fuego lento. Pocas veces suceden cosas extraordinarias a la luz de los focos. La burocracia, los usos y las costumbres, el saber estar, los rígidos procedimientos y un particular uso de los tiempos suelen conjugarse para evitar las derivas escandalosas y el histrionismo. 

El Parlamento Europeo arranca esta semana con una cierta normalidad, con mayorías “tranquilizadoras” y resultados ajustados al guión, pero todo indica que se está larvando una corriente subterránea de movimientos espasmódicos profundamente desestabilizadores. 

Hoy hay más europeístas que nunca en la Unión Europea, aunque buena parte de ese europeísmo debería ser más fuente de preocupación que de celebración. 

Es cierto que las derechas están fragmentadas y no han conseguido alcanzar según qué metas, pero tienen motivos y motivación de sobra para creer en Europa, llegar a acuerdos, aupar a líderes fuertes, y marcar el rumbo de los tiempos. La previsible tensión entre Meloni y Le Pen/Orbán se resolverá en favor de los Patriotas de Europa y conservadores y reformistas se verán obligados ahora a ser abiertamente revolucionarios. Ganadas y consolidadas ciertas posiciones, se ha optado por la propaganda antisistema y la batalla internacional. La eurofobia que tanto se propagó en la época de las troikas, los mercaderes y los hombres de negro, la obsesión por volver al Estado-nación, parece haberse debilitado en favor de una guerra sin fronteras y pretendidamente imperial. Los Estados podrían ser solo plataformas de lanzamiento y excusas para la alianza en el arco parlamentario más plural del mundo. Viktor Orbán lleva años viéndose a sí mismo como el depositario de los valores originarios e indiscutibles de esa gran Europa en la que todo vuelve a su sitio y en la que Rusia ocupa su lugar. Su plan es el de recuperar lo perdido corrigiendo los renglones torcidos. Las derechas ven ahora una nueva oportunidad para poner en marcha, a gran escala, todo lo que pudo ser y no fue, con la contribución, nada desdeñable, del trumpismo en Estados Unidos.

Entretanto las izquierdas europeas no acaban de despegar. En España, Polonia, Reino Unido y Francia se han dado señales de audacia, pero, ampliando la lupa, la sensación es que falta potencia organizativa y capacidad resolutiva. El “menosmalismo” no es suficiente y la gestión errática de culturas políticas distintas resulta endemoniada, cansina y frustrante. El vuelo gallináceo, el ombliguismo y la obsesión identitaria por la política pequeña que exhiben algunas formaciones acaba cegando y cerrando cualquier ventana de cambio. Las izquierdas corren el riesgo de derivar en formatos bien empaquetados de (neo)conservadurismo inmovilista y circular, perder la iniciativa renunciando al horizonte utópico. 

En cambio, la ultraderecha ha logrado hacerse fuerte alrededor de la distopía del bote salvavidas, el sálvese quien pueda y el ahora o nunca; una construcción que solo interesa a las élites y que, sin embargo, se usa, aparentemente, en favor de las clases populares. Han extendido las bajas pasiones, la autovictimización, la autoindulgencia y el resentimiento con un éxito notable, y hay un espíritu de época que lo favorece. 

La era de la posverdad y la desconexión de la “realidad”, la oposición sistemática a los discursos “oficiales”, las teorías de la conspiración y la indeterminación sobre los “hechos”, avivaron tanto la desconfianza generalizada en el sistema como la excesiva confianza en uno mismo. En un yo precario, que no llega a fin de mes ni tiene casa, pero que sobrevive inflado gracias al espejismo de la autonomía y el poder individual que le proporcionan las redes sociales y las tecnologías digitales… el “individuo tirano” que diría Eric Sandin. La falta de credibilidad del sistema, la depauperización personal, la desvinculación social, combinado con el fortalecimiento del “yoísmo”, ha traducido, finalmente, el sentimiento de desilusión y decepción en revanchismo y política de clan, paradójicamente, de dimensiones mundiales. Y esta situación de ingobernabilidad y de imprevisibilidad es la que han liderado y lideran magistralmente las ultraderechas. No es que pretendan rearticular una especia de totalitarismo pétreo. Lo que quieren es alimentar la irritación, la soberbia y el desorden que alumbrará un mundo nuevo y un futuro mejor.

Es en el diseño de ese futuro en el que el control de Europa aparece como una herramienta imprescindible porque ya no basta con ganar las batallas culturales, la de la xenofobia, la misoginia o el negacionismo climático. Ahora es necesario conjugar todo eso con una lucha material en la que juega un papel esencial la reconquista del territorio, la reapropiación y el cierre de fronteras. La siguiente parada es el de trabajar directamente sobre las condiciones materiales de nuestra particular existencia, de la existencia de cada uno de los nuestros. Usar el europeísmo para articular una agresiva política securitaria, con las guerras como coartada; usar la inmigración para hablar de escasez, políticas sociales y servicios públicos; usar a las mujeres para hablar de natalismo, familia y problemas demográficos; usar el cambio climático para hablar de privatización de recursos naturales y fuentes energéticas. 

Europa es hoy uno de nuestros mayores terrenos de disputa y sufrirá fuertes seísmos a lo largo de estos años. Asaltarla y dominarla forma parte de un proyecto de largo alcance que supera, con mucho, su diseño actual, su horizonte y sus fronteras. El éxito o el fracaso del europeísmo de la extrema derecha va a depender de muchos factores, pero, de entre todos ellos, el más importante es el de la resistencia y la resiliencia de nuestra arquitectura institucional. En estos momentos la batalla de la izquierda reside más en la defensa de los procedimientos democráticos, el Estado de derecho y los derechos humanos que en la de los grandes argumentos y las actitudes virtuosas.