La excepcionalidad se ha convertido en la normalidad en el funcionamiento de la cúpula judicial. La situación roza el esperpento propio de las mejores obras de Valle-Inclán. El mandato de los miembros del actual CGPJ acababa en 2018, pero llevan más de cuatro años caducados, autoprorrogados y en funciones, como si sus pilas fueran eternas. Su propio presidente llegó a despedirse en cinco ocasiones, en sucesivos actos solemnes de apertura del año judicial, en una adaptación togada de la película del día de la marmota. La dimisión tardía de Lesmes no ha encontrado ni un solo imitador.
Hay decenas de plazas vacantes en tribunales de todo el país. Su cobertura se encuentra paralizada desde hace tiempo, pendiente de que algún día remoto nuestra judicatura salga de esa excepcionalidad interminable. El deterioro institucional es inmenso. En cualquier país europeo la cúpula judicial goza del máximo respeto de la ciudadanía, como un espacio casi sagrado. Aquí el descrédito sigue avanzando y ha alcanzado ya niveles inquietantes.
El principal partido de la oposición es el artífice de este bloqueo (que defiende con orgullo) y ha esgrimido un reguero desordenado de pretextos para prolongar una trama a medio camino entre el surrealismo y el teatro del absurdo. Sin embargo, cualquier observador de buena fe sabe que el bloqueo se practica con la finalidad de mantener el dominio sobre el CGPJ y evitar que caiga bajo el influjo de los rivales políticos. Y ahí está la clave del problema: los órganos constitucionales no son de uso privativo de un partido. Son instituciones al servicio de la sociedad y deben renovarse cuando lo establece la Constitución.
Las excusas más asombrosas para justificar el bloqueo se refieren al descontento sobre medidas de todo tipo que promueve el Gobierno. La última alude a la reforma de la sedición. En cualquier democracia pluralista habrá siempre divergencias legítimas entre las fuerzas políticas. Si esa fuera razón suficiente para bloquear, nunca se renovarían los cargos institucionales. Precisamente el funcionamiento regular de las instituciones y su renovación debe quedar al margen de las disputas partidistas. Todo ello sin perjuicio de que se aborden modificaciones legales sobre la configuración del CGPJ, que resultan más necesarias que nunca.
Como toda degradación acaba abonando los cultivos de lo empeorable, la excepcionalidad de la cúpula de la judicatura se está trasladando al Tribunal Constitucional. Cuatro magistrados tienen el mandato caducado desde hace varios meses. Las mismas argucias en el bloqueo del CGPJ se están repitiendo para obstaculizar la renovación del alto tribunal, con el propósito similar de ejercer una influencia potencial sobre sus actuaciones. En ese contexto de grave anormalidad institucional, resulta comprensible que desde el Gobierno se impulsen medidas de desbloqueo, lo cual no implica compartir necesariamente las formas o el fondo de esas iniciativas.
Las reformas emprendidas pueden agradar más o menos, pero parece indiscutible que deben ser debatidas en el Parlamento. Por ello, cuando el Tribunal Constitucional está amagando con suspender el trámite de aprobación de una ley, también está sugiriendo que quizás pueda suspender atribuciones de los representantes democráticos. El alto tribunal tiene asignadas funciones de control de la constitucionalidad de las leyes una vez sean promulgadas, pero no puede impedir que estas se aprueben. Eso supondría una extralimitación muy peligrosa de sus competencias que generaría un enorme daño al sistema democrático.
El elefante en la habitación es el diseño de los órganos de contrapeso, esos espacios de vigilancia imprescindibles para evitar los abusos de poder, al igual que la separación de poderes. Los organismos europeos nos insisten reiteradamente, al borde de la desesperación con España, en que ahí no deberían figurar comisarios de las fuerzas políticas, porque eso resulta incompatible con dicha misión de control. Si tenemos un CGPJ y un Tribunal Constitucional que se cubren con cuotas de partido, no debemos sorprendernos si después pueden actuar potencialmente como órganos de partido.
Sin duda, todos los juristas tienen su propia ideología. Y seguro que los que sean designados por el parlamento responderán al pluralismo de la sociedad. Pero debe establecerse un sistema de incompatibilidades para evitar nombramientos de personas claramente vinculadas a los partidos, porque eso es contrario a las funciones de contrapeso. Y deberíamos asegurar también la solvencia profesional: estos órganos constitucionales hoy carecen de mecanismos para garantizar la máxima cualificación de sus miembros. Es buen momento para recordar (o añorar) que los magistrados del Tribunal Constitucional fueron nombrados en sus primeros años, en su etapa más prestigiosa, con criterios de capacidad, pluralidad ideológica y sin vínculos con las fuerzas políticas.
En estas situaciones retumba la voz de Valle-Inclán en Luces de Bohemia para definir el absurdo del esperpento: “España es una deformación grotesca de la civilización europea”. Hemos mejorado bastante, pero aún debemos aprender de las democracias más avanzadas. En ellas no existen estos problemas, porque han configurado sus instituciones de otra forma, con un adecuado sistema de contrapesos. Lo más urgente para salir de lo grotesco es acabar lo antes posible con la excepcionalidad y renovar nuestros caducados órganos constitucionales.