Mientras se suceden las cumbres ministeriales y se multiplican las vallas, una marea humana continúa recorriendo lentamente rutas de sureste y centro de Europa, en dirección al corazón económico y político de la Unión Europea. Las medidas que adoptan nuestros gobiernos son erráticas, pero el mensaje que nos transmiten –y en esto coinciden todos– es claro: esas gentes no deberían moverse libremente, ya huyan de la violencia o de la persecución, o simplemente busquen un futuro digno. Que permanezcan en sus países de origen, esperando un visado que nunca llegará. O en los países de tránsito, que echen raíces allí. Y al primer país de la Unión Europea que lleguen, que no se muevan, que se dejen tomar sus huellas dactilares, que esperen a que termine el procedimiento de solicitud de asilo y, si no se les otorga un estatus de protección, que esperen a ser deportados sin hacer ruido.
Centenares de miles de personas continúan desafiando con sus cuerpos estas políticas discriminatorias. Este año son muchos más. Pero los desbordados no somos “nosotros”, sino unos sistemas migratorios que generan arbitrarios cuellos de botella –que de pronto visibilizan– y unos gobernantes que adoptan decisiones restrictivas que son las que producen la llamada “crisis de refugiados”, al situar a muchas personas en situaciones de extrema vulnerabilidad. Su desafío es, por tanto, esencialmente político y ético. Porque dicha crisis es, como estamos comprobando, otro capítulo más de una crisis política más amplia: la de un sistema de gobernanza europeo fallido, predominantemente intergubernamental, neoliberal y, por lo que se refiere a la población migrante, segregacionista.
Efectivamente, buena parte de las personas que en estos momentos atraviesan las rutas del Mediterráneo central y sobre todo oriental por cauces no legales proceden de países inmersos en guerras complejas e interminables como las de Siria, Afganistán, Iraq, o Somalia o de regímenes represivos como Eritrea, y por ello les asiste en principio el derecho a la protección internacional según el Convenio y el protocolo de Ginebra sobre el estatuto de los refugiados de 1951 y 1967. Su protección constituye una obligación legal que incumbe a los Estados signatarios, entre los que se encuentran los Estados europeos. Y es cierto que quienes huyen de un conflicto armado tienen necesidades específicas.
La exigencia de esta responsabilidad con respecto a los refugiados ha contribuido a movilizar como pocas veces la solidaridad de los ciudadanos europeos, lo que ha cortocircuitado, aunque sea de manera provisional, las tendencias más xenófobas. Debemos felicitarnos por ello. Estamos asistiendo a una inédita movilización ciudadana europea, desde Grecia y Hungría hasta Alemania, pasando por Bélgica, Reino Unido o España. Un #refugeeswelcome transnacional que se plasma en la provisión en común de elementos materiales esenciales (alimento, ropa, alojamiento) y el reparto de afectos. Pero para que este apoyo efímero no se quede ahí y fructifique en algo positivo no podemos limitarnos a un aspecto humanitario y selectivo. Porque puede darse la paradoja de que, al insistir en la acogida de unos pocos, podamos acabar justificando la exclusión de la mayoría de quienes intentan venir a Europa. De hecho, ya está sirviendo como coartada para que los gobiernos profundicen sus políticas de segmentación y subordinación. “Bienvenidos los refugiados que nosotros digamos, y el resto fuera”, vienen a decir.
Por este motivo, desde los movimientos democráticos no deberíamos asumir el discurso que contrapone refugiados y migrantes por motivos económicos, reservando la asistencia para los primeros. Porque está lleno de trampas. Así, los refugiados son vistos solo como víctimas que merecen nuestra compasión, al haberse visto forzados a abandonar su país, mientras que los migrantes eligen viajar por motivos económicos, por lo que no merecen conmiseración alguna y carecen de derechos que merezcan ser garantizados. Esta argumentación binaria y en cierto modo paternalista puede tener importantes consecuencias. Por un lado, la solidaridad que viene impulsada por la urgencia corre el riesgo de reproducir una relación desigual entre un sujeto, nosotros, y un objeto, ellos. Y por otro, fomenta un tipo de intervención que solo protege a quienes, reducidos a víctimas, se les despoja de la capacidad humana para actuar (agency) para convertirlos en carga a repartir, mientras pretende expulsar a quienes exhiben dicha capacidad y autonomía al margen de las leyes que pretenden su fijación territorial.
En realidad, los refugiados constituyen una categoría específica de migrante, como lo es la de expatriado (reservada para los ciudadanos occidentales u otros con gran poder adquisitivo). Sin embargo, no existe un mandato legal internacional de protección equivalente al de los refugiados que pueda aplicarse a otras categorías de migrantes. Lo más parecido es la Convención internacional sobre la protección de los derechos de los trabajadores migrantes y de sus familiares, uno de los dieciocho instrumentos internacionales de protección de derechos humanos y –qué casualidad– el único de ellos que no ha sido ratificado por ningún Estado miembro de la Unión Europea.
Las categorías de refugiado o de migrante económico, y similares, son dispositivos jurídicos estatales, que encajan mal con la multiplicidad de motivaciones que tienen las personas a las que se aplican, motivaciones que evolucionan con el tiempo y las circunstancias vitales que afectan a cada una de ellas. Muchos de los sirios que están llegando ahora la Unión Europea huyeron primero de la guerra, languidecieron luego en Turquía o Líbano y, tras ver cómo las perspectivas de futuro para sus familias se estancaban o empeoraban, decidieron buscar un futuro mejor en Alemania, o quieren reunirse con parientes que ya se encuentran en Suecia. Es decir, también tienen motivaciones económicas, como sucede con cualquiera de nosotros. Por el contrario, muchas personas de África occidental han vivido en su larga travesía auténticas situaciones de persecución “por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a un determinado grupo social”, aunque luego no encajen en el Convenio de Ginebra. Lo que todos ellos comparten, y comparten con nosotros mismos, es el deseo de una vida mejor.
La consecuencia de toda esta construcción político-jurídica –que estigmatiza, segrega y también mata–, es que son pocos los migrantes que tienen acceso a los canales legales de acceso al territorio europeo. Y de ahí que viajen de manera irregular, a menudo con grave riesgo para sus vidas, y que muchas personas pidan el asilo aunque tengan pocas probabilidades de conseguirlo. La tasa de reconocimiento del estatus de refugiado o de la llamada “protección subsidiaria” oscila entre un tercio y la mitad de las solicitudes, según los años. El objetivo de los gobiernos europeos es que dichos porcentajes de reconocimiento en la práctica no aumenten mucho, a excepción quizás de algunas nacionalidades. Entre los migrantes económicos, solo se facilita el acceso a quienes tienen una alta cualificación o patrimonio que invertir, y la reunificación familiar se ha restringido. Hablamos de una minoría. A pesar del reciente acuerdo europeo de reubicación de refugiados, muchas personas seguirán siendo degradadas como migrantes irregulares (aunque provengan de países como Afganistán o Somalia, como ya viene sucediendo) y, por tanto, vivirán con un estatuto social de gran precariedad y bajo la amenaza de un procedimiento de expulsión. Este tipo de filtrado, al que contribuye el refuerzo fronterizo, constituye la primera etapa en la estigmatización social y en la producción a la larga de minorías subalternas, aunque estas personas y sus descendientes consigan luego la residencia legal y la nacionalidad del país receptor.
De este modo, una narrativa puramente humanitaria que favorezca en exclusiva a los refugiados difícilmente podrá contrarrestar el mensaje excluyente de las derechas radicales y de parte de las izquierdas tradicionales (con la excusa de una defensa nativista de clase obrera autóctona). Porque muy a su pesar puede terminar por ser una variante “moderada” del mismo, más aceptable en las formas y en el tono (tecnocrático), pero por eso mismo más impotente frente a la retórica misantrópica contra el “buenismo”. Ni el utilitarismo económico ni los intentos de mitigación de los factores de impulso de la emigración (por ejemplo, mediante la condicionalidad en la ayuda al desarrollo) han podido ni pueden combatir dicha retórica reaccionaria, por la sencilla razón de que todas estas propuestas parten de una misma percepción negativa de la movilidad humana, cuando es protagonizada por los de abajo. Tampoco sirve escurrir el bulto alegando una visión angelical de la hibridación social, exenta de conflicto, cuando actualmente la condición de “autóctono” es percibida por las clases medias y obreras depauperadas como la garantía de un mínimo estatus social, como la red que detiene la caída en el escalón social.
La alternativa debe afrontar el problema político de fondo, que no es otro que la desigualdad. En primer lugar, desigualdad en el derecho a la movilidad (el derecho de circular libremente sin visado). Porque si bien a todos se nos reconoce en principio un mismo derecho a emigrar (artículo 13 de la Declaración Universal de Derechos Humanos), el derecho a inmigrar solo existe de facto para los nacionales de los países más desarrollados (o, mejor dicho, más “soberanos”). La movilidad legal será mayor o menor según la nacionalidad y la condición social de la persona. Un nacional alemán puede, por el mero hecho de serlo, viajar a ciento cuarenta y cinco países en transporte seguro sin necesidad de que le pongan un visado en su privilegiado pasaporte. Un sirio, en cambio, solo puede viajar sin visado a cuarenta y ocho, entre los que no se encuentran los países europeos. Desigualdad, después, en los derechos civiles y sociales de las personas que residen en un mismo territorio. Desigualdad propuesta como solución de otras desigualdades, provocadas por los mismos. Desigualdad, en fin, de la dignidad.
Por el contrario, debemos partir del hecho de que todos nosotros, sean cuales sean nuestras etiquetas legales (es decir, también las personas migrantes), somos sujetos, seres humanos capaces de tomar nuestras propias decisiones, de cooperar y de organizarse. Es posible tratar los problemas y fricciones de manera justa. Además hay que recordar quiénes se apropian realmente de lo que es de todos. Explicar que no es lo mismo la súbita acumulación de miles de personas en una pequeña isla que su dispersión por todo un continente. Y sustituir la concepción unilateral de la integración, propia del Estado-nación, por una adaptación colectiva continua y mutua.
Bienvenidos sean, pues, refugiados, migrantes y apátridas. Gracias por haber protestado contra tiranos, por haber resistido ocupaciones, por haber rechazado proyectos sectarios. Gracias por haber ingeniado redes informales de supervivencia, por no haber aceptado la división internacional del trabajo que imponen la libre movilidad del capital financiero y las cadenas productivas globales. Gracias por ayudarnos a desviar la mirada de nuestro ombligo. Tenemos mucho que aprender. Retomemos el diálogo mediterráneo de las plazas que interrumpimos hace cuatro años. Y cambiemos Europa juntos.