Siempre el factor humano
Esas imágenes nos asombran por su crueldad: soldados israelíes arrojan a patadas desde una azotea los cuerpos de tres palestinos, heridos o quizá muertos. La clave del horror radica simplemente en la presencia física de los agresores. No hay más. Cualquier bombardeo aéreo lanza igualmente cuerpos humanos desde ventanas y tejados, los descuartiza de forma atroz, los somete a largas agonías, pero la intermediación del artefacto y la distancia de quien mata parecen higienizar el asunto.
No en cuanto a resultados, por supuesto: las imágenes que llegan desde Gaza después de un ataque aéreo son lo bastante expresivas. El efecto en el observador, sin embargo, es otro. Nos indignan más las torturas y asesinatos artesanales que la matanza de tipo industrial. Por alguna razón, un bombardeo nos ofende menos. Abundan los titulares parecidos a este: “Un misil israelí mata a seis niños”. Como si la culpa fuera del misil. En caso de que leyéramos algo distinto con idéntico resultado, algo como “un soldado israelí degüella a seis niños”, el impacto sería muy superior. Es el factor humano el que marca la diferencia.
Este mecanismo psicológico por el cual nuestra sensibilidad tiende a adormecerse, o a encresparse menos, cuanto mayor es la abstracción del hecho y mayor la distancia entre causa y efecto, resulta también perceptible en materia de migraciones. Me refiero al movimiento planetario de personas, productos y dinero.
Las migraciones masivas son un fenómeno característico de nuestro tiempo, como lo fueron, por ejemplo, en la segunda mitad del siglo XX y principios del XXI. La historia de nuestra especie está hecha de migraciones. Me permito ahora ampliar el término “migración”, usualmente aplicado a personas y animales, para que incluya también objetos (materias primas y productos manufacturados) y conceptos (dinero), con el fin de subrayar cómo nuestra percepción cambia.
Constituye una simplificación casi engañosa afirmar que la inmigración y el asentamiento en nuestras sociedades de personas con usos y culturas supone un enriquecimiento. Lo es, probablemente, a medio y largo plazo. En lo inmediato causa conflictos. Siempre ha sido así. Nos inquietan los cambios en nuestro paisaje urbano habitual y el roce físico con gente que nos es ajena. Y nunca han faltado quienes azuzan esa inquietud con fines políticos: los extranjeros matan y violan, los extranjeros roban y matan, los extranjeros nos impondrán su religión y su oscurantismo. El miedo da votos.
Otra cosa es el movimiento de mercancías. La progresiva reducción de los aranceles en el comercio internacional propició la deslocalización industrial y la pérdida de centenares de miles de puestos de trabajo en Europa y Estados Unidos. Eso pareció afectar casi en exclusiva a quienes quedaban en paro, e incluso esas personas, conscientes del problema, no tuvieron reparo en comprar gran cantidad de artículos (los mismos que ellas solían producir años antes) procedentes de Asia: eran más baratos. ¿Los fabricaban otras personas sometidas a un régimen de práctica esclavitud? Sí, pero eran más baratos.
La insensibilización llega al extremo cuando lo que cruza fronteras es el dinero. Hay casi 3,5 trillones de dólares (3,5 seguido por 15 ceros) moviéndose por el mundo. Un solo fondo de inversión privado, BlackRock, maneja más de 10 billones de dólares. Ese pastizal, que se incrementa de forma exponencial año tras año porque las grandes fortunas pagan cada vez menos impuestos, serpentea a velocidad de vértigo y salta de las bolsas de valores (en máximos históricos) a objetivos más pedestres, como la vivienda. La especulación inmobiliaria es otro gran fenómeno de nuestro tiempo: Londres expulsa a los londinenses, París a los parisinos, Madrid a los madrileños, porque los precios de los pisos, tanto en venta como en alquiler, pierden toda proporción respecto a los salarios.
El dinero nómada altera nuestras vidas más profundamente que los inmigrantes, pero su impacto en nuestras ideas, es decir, en la política, es mucho menor. Porque es algo abstracto y menos personal. Menos humano. Volvemos al diferente impacto entre las consecuencias de un bombardeo y las de una agresión cercana, como la defenestración a patadas de los palestinos. Si oímos que un familiar ha sido atracado por un extranjero y le han robado 200 euros, reaccionamos con indignación y, a poco que nos pongamos, acabamos fácilmente exigiendo deportaciones masivas y campos de concentración en el norte de África; si oímos que un fondo buitre nos sube el alquiler 200 euros al mes, lo aceptamos casi como una desgracia inevitable.
Los humanos somos así.
34