Tras el bochornoso sainete de filtraciones y mentiras cruzadas que el PSOE y Unidas Podemos han protagonizado esta semana, con el mercadeo de cargos que llegó a manchar la tribuna del Congreso todavía humeante, llega la hora de pagar las facturas. Que si se adivinan enormes para la izquierda ante una más que probable repetición electoral -la desilusión en su electorado siempre lleva a la abstención-, hoy ya son importantes por lo que un Gobierno progresista podría empezar a hacer y no hará. También el mundo de la Justicia.
El Ejecutivo no nacido de izquierdas pierde la oportunidad de enfocar de otro modo el conflicto territorial en Catalunya, que volverá en septiembre al centro del foco con la sentencia del procés. La resolución del Tribunal Supremo será, previsiblemente, condenatoria, lo que por fuerza alejará a ERC de la abstención en la que se instaló el jueves ante el más que probable adelanto electoral de las autonómicas, en las que tendrá que volver a disputarse la hegemonía del independentismo con Puigdemont.
La falta de acuerdo que lamenta de forma sonada el portavoz parlamentario de Esquerra, Gabriel Rufián, también cierra casi definitivamente la puerta a un posible indulto de los políticos presos, y la abre a la tesis del 155 perpetuo que defienden PP, Ciudadanos y Vox, a pesar de las advertencias en contra del Tribunal Constitucional. La medida de gracia, que sólo podría ser encarada por un Gobierno fuerte y estable, es una potestad exclusiva del Consejo de Ministros, aunque precisaría de los correspondientes informes del Supremo y la Fiscalía, que difícilmente informarán a favor teniendo en cuenta que algunos de los acusados, como Jordi Cuixart, han afirmado claramente que volverían a apostar por la vía unilateral.
El divorcio entre los partidos de izquierda llega también cuando, cuarenta y cuatro años después, está en marcha un plan para que el Valle de los Caídos deje de ser un mausoleo a la mayor gloria de Franco. Un Gobierno de otro signo podría revocar en cualquier momento el decreto que se aprobó en marzo pasado para exhumar los restos del dictador y trasladarlos al cementerio de Mingorrubio, en El Pardo. En septiembre, o a más tardar en octubre, el Supremo tendrá que resolver el fondo del recurso planteado por la familia y decidir si, como reclama, la sepultura debe ser alojada en la cripta de la catedral de La Almudena, en pleno centro de Madrid.
De igual modo, se pone en peligro el litigio que el Estado mantiene con los siete nietos del dictador en los juzgados de A Coruña para devolver al patrimonio público el expoliado Pazo de Meirás. Quien ocupe La Moncloa puede modificar el criterio de la Abogacía del Estado que llevó a presentar la demanda y permitir que la venta de los terrenos enriquezca, aún más, a los herederos del general.
La inocua mayoría que la izquierda forma con nacionalistas e independentistas en el Congreso trasladaría también una nueva hegemonía al Consejo General del Poder Judicial y, con ella, la posibilidad de renovar puestos clave que en la última década han estado ocupados por el sector más conservador de la judicatura.
En noviembre pasado, el cambio en el CGPJ estaba cerrado para que Manuel Marchena ocupara la presidencia del Supremo en un Consejo con mayoría de vocales propuestos por el PSOE y Podemos y sin Ciudadanos, pero el presidente del tribunal del procés renunció a la designación tras conocerse que el portavoz del PP en el Senado, Ignacio Cosidó, había escrito un whatsapp en el que decía que, de esa forma, la formación conservadora se garantizaba el control “por detrás” de la Sala de lo Penal.
Con un Gobierno débil y en funciones, tampoco habrá cambios en la Fiscalía General del Estado, que en el año de mandato de María José Segarra, propuesta por el Gobierno de Pedro Sánchez, ha tomado decisiones que han gustado más en Génova que en Ferraz. Desde el discurso de trazo grueso de los representantes del Ministerio Público en el juicio del procés hasta la petición de absolución del PP por la destrucción de los ordenadores de Bárcenas, pasando por la exoneración penal de Pablo Casado, Francisco Camps, Alberto Ruiz-Gallardón o Esperanza Aguirre.
En el campo legislativo se quedan colgando reformas que cuentan con el consenso del PSOE y Podemos, como la de los delitos sexuales. El momento no puede ser más oportuno, al rebufo de las movilizaciones, cada vez más multitudinarias del 8-M, y la sentencia del Supremo sobre La Manada, que consagra la máxima dureza contra los autores de violaciones grupales. El Gobierno tiene desde noviembre encima de la mesa una reforma del Código Penal que plantea la desaparición del término “abuso sexual” para que todas las violaciones sean consideradas “agresiones” sin la necesidad de que en ellas exista violencia, así como una nueva definición del concepto de consentimiento para que tenga que ser expreso, de forma que el silencio en una relación sexual equivalga a una negativa. Todo se meterá en un cajón.
El tiempo también corre para legislar la muerte digna y despenalizar eutanasias clandestinas como la de María José Navarro, a cuyo marido continúa investigando un juzgado de Madrid como autor de un supuesto caso de violencia de género. O para retomar la justicia universal, limitada hasta su práctica desaparición por los Gobiernos del PP, e impulsar una ley que proteja a los testigos en las causas por corrupción.
Con la repetición de elecciones a dos meses vista, crecen sin medida las opciones de que el trío de Colón, esta vez sí, sume en el Congreso y liquide de un plumazo el primer Gobierno de coalición de izquierdas en España desde la II República, que va camino de quedarse, si los actores del sainete no se enmiendan, en el fútil sueño de una noche de verano.