Vivo en un lugar donde cuando la gente protesta, la policía dispara bolas de goma. Una bola sale de la boca del arma a una velocidad de 720 kilómetros por hora. Vivo en un lugar en el que una bola disparada por la policía reventó el ojo de una ciudadana y el consejero responsable compareció en público para decir que eso era mentira. Se sabe que lo que mata de las balas es la velocidad. Que un consejero permita que se disparen bolas de goma dice bastante de él. Que ese llame mentirosa a esa ciudadana a la que reventaron el ojo dice exactamente de él que no merece representar a la población, que supone un pésimo ejemplo para los niños y que es un villano, en la tercera acepción de la RAE.
Vivo en un lugar en el que, tras demostrarse que el que mentía era dicho consejero, en lugar de dimitir o castigársele, se le premia con una cartera nueva, en este caso la de Empresa y Empleo, donde la violencia no es tan evidente y al menos no revienta ojos.
Aquí donde vivo, Cataluña, España, etc. los gobernantes consideran que un ciudadano que sale a protestar es un problema de tráfico, una molestia urbana e incluso un peligro público. De ahí que las autoridades consideren necesario movilizar centenares de policías armados. Movilizar centenares de policías armados es un acto de violencia. Y una excusa magnífica para que usen sus armas.
En este lugar, se cree que el hecho de que los ciudadanos en general, o un grupo en particular, salgan a la calle a diario, perdiendo parte de su salario y acumulando trabajo, es “un abuso” del derecho de huelga. Este ardid supone una bonita y repugnante forma de trasladar la pelota del abuso desde el verdugo a la víctima.
Hace ya algún tiempo que me he dado cuenta de que todas estas cosas –y muchas más, tantas que aquí no caben— suceden gracias al silencio de la gente. No se trata de un silencio aprobatorio ni de un silencio pasmado. Creo que se trata de un caso de silencio por inercia. El día 23 estaba en la estación de Sants con mi hijo mayor (10). Un tipo salió por una de las puertas de tránsito prohibido, de manera que saltó la alarma, meeec, meeec, meeec, un sonido furioso y repetitivo que puso en tensión a todos los que esperábamos en la zona de asientos, meeec, meeec, meeec. “¿Por qué no nos levantamos a cerrar la puerta?”, meeec, meeec, meeec, le pregunté. “¿Porque nadie se levanta?”, me respondió, meeec, meeec, meeec. “Más, ¿por qué?”, meeec, meeec, meeec, insistí. “¿Porque puede venir la policía?”, meeec, meeec, meeec. Entonces nos levantamos y cerramos la puerta. Todo el mundo suspiró aliviado y miraron hacia la entrada, a ver si pasaba algo.
Vivir bien atonta, infantiliza y puede llevar a un grupo humano a delegar en otros individuos las leyes, normas y costumbres que rigen sus vidas, sobre todo cuando les preceden décadas de tiranía y opresión, como aquí. De ahí –y de la Iglesia católica— proceden ideas como el respeto reverencial y la obediencia ciega a la autoridad. Pienso en todas las veces, cientos, que me he dicho “habría que hacer tal” o “habría que hacer cual” y en eso me he quedado, para qué molestarse, ya vendrá otro.
Sin embargo, en épocas malas puede suceder que parte de ese grupo humano salga de la infancia muelle en la que se mecía tan ricamente, o lo saquen de una patada en el culo, y descubra que la autoridad solo se respeta cuando se lo merece, y que nunca jamás se le obedece, sino que se acatan las normas de un pacto común. Aquí, en este lugar en el que vivo, ese pacto hace tiempo que se ha roto. Lo han roto los políticos que se han dedicado a enriquecerse obscenamente con la cosa pública, que han prevaricado y sobre todo que han dejado de representar a los ciudadanos que los eligieron, tomando medidas y aplicando normas contrarias a las que prometían. Mintiendo constantemente.
Vivo en un lugar en el llegó un momento que la mentira y la corrupción política –y con política abarco también a los poderes económicos y de la comunicación— eran omnipresentes y constantes. Por eso, y por la patada en el culo, claro, algunos ciudadanos han empezado a reaccionar. Sin embargo, los gobernantes siguen funcionando, seguramente por su nulo contacto con el exterior, como si nada sucediera, dictando normas contrarias a la ciudadanía y premiando al villano que miente. Se equivocan, porque sí ha sucedido algo, está sucediendo. Cuando volvimos a sentarnos en el vestíbulo de Sants, zona AVE, le comenté a mi hijo que había aprendido algo de todas estas miserias que nos aquejan, que en cuanto uno piensa “habría que hacer tal”, debe hacerlo. No pensarlo dos veces, actuar.
Así que, aquí donde vivo, sin duda, vamos a tener que hacer algo, algo más, actuar, para que esos señores con los que ya tenemos poco que ver salgan de su burbuja dorada. Porque creo que ya somos mayorcitos, al menos lo suficiente para saber cuál es nuestra responsabilidad en todo este desastre. Y de qué forma actuar antes de que nos revienten un ojo.