El fin de la humanidad

 

Este poema fue escrito por Oscar Hahn. Desgarrador no sólo para un chileno, sino para cualquiera que sepa de los horrores de fosas comunes, torturados, hechos desaparecer. En España o en Chile. 

Porque el horror no conoce de fronteras físicas ni ideológicas: va de sur a norte y de izquierda a derecha.

Cerca de un nuevo 11 de septiembre, cuando se cumplirán 45 años del golpe de Estado, estos días en Chile han sido de intenso debate sobre Derechos Humanos, tal como a raíz de la exhumación de Franco, lo han sido también en España.

De alguna manera ambos, Pinochet y Franco, estuvieron hermanados no sólo por el horror de sus dictaduras. Augusto Pinochet fue uno de los tres Jefes de Estado (no digo presidente porque a ellos se les escoge con votos y no se les impone por las armas) que asistió al sepelio de Francisco Franco. Y a ambos se les rindieron honores a su muerte, claro que en Chile no con un funeral de Estado sino uno en la Escuela Militar donde asistió la ministra de Defensa de la época, Viviana Blanlot y donde se le distinguió por parte del Ejército con el inexistente título de “Comandante en Jefe Benemérito”.

Recuerdo perfectamente esos días y sus extrañas paradojas. Como conductora de fin de semana de las noticias del TVN, fuimos el primer canal y el segundo medio en anunciar la noticia. Con el correr de las horas, me percaté “al aire” de que la fecha de la muerte de Pinochet coincidía con el Día Internacional de los Derechos Humanos (10 de diciembre). Se iba el día en que se honra lo que él sistemáticamente planificó y logró pisotear.

Sin duda la historia devino muy distinta en España y en Chile. Mientras en Madrid los restos del tirano descansaban en un majestuoso mausoleo, acá Augusto Pinochet fue incinerado. Y sus cenizas quedaron privadamente guardadas en un fundo que fuera de su propiedad en Caleu.

Como recordó la gran periodista Mónica González “él, que no respetó nunca la muerte ajena, que no le dio derecho de sepultura a sus enemigos, que mandó a miles a la tortura y a otros a que les rajaran el estómago con corvos para lanzarlos al mar atados a rieles. O a enterrarlos en el desierto. O en los valles. O en las minas abandonadas. Para que no los encontraran nunca. Ese hombre fue condenado por su prontuario a no tener tumba”.

En Chile se avanzó más en verdad y en Justicia que en España. Pero fue, como lo anunciara el entonces presidente Patricio Aylwin, “en la medida de lo posible”. Un hito en materia de verdad fue la Comisión Rettig cuyo informe, entregado el 9 de abril de 1991 en el segundo año del Gobierno Aylwin, se constituyó en la primera verdad oficial. Aunque no pocos siguieran hablando de “presuntos detenidos desaparecidos”, la transversalidad de esta comisión, lo contundente de sus datos y lo brutal de la represión que retrató, hizo que se avanzara en entender la magnitud de las violaciones a los Derechos Humanos durante la dictadura cívico militar y en que no habían sido “excesos” sino una política sistemática de exterminio, tortura y exilio organizada con todo el poder del aparataje estatal.

Buena parte de esa noche oscura de 16 años está retratada en el Museo de la Memoria ubicado en Santiago; un lugar que fue visitado el 28 de agosto por el presidente español. El gesto de Pedro Sánchez tenía un significado político doble: marcar su compromiso con los Derechos Humanos en momentos en que en Madrid se vive la polémica por la exhumación de Franco y respaldar a esta institución que ha vivido días complejos tras la polémica por la forma en que lo había calificado el ahora ex ministro de Cultura, Mauricio Rojas.

Rojas, un hombre que en el pasado se adscribió a la izquierda y cuya madre pasó por el centro de detención y tortura Villa Grimaldi, había sido designado 90 horas antes. Pero el presidente Sebastián Piñera tuvo que aceptarle su renuncia, porque su situación se hizo insostenible después de que se recordaran declaraciones suyas de dos fuentes: un libro escrito en 2015 y una entrevista a CNN en 2016. Sus palabras: “más que un museo (…) se trata de un montaje cuyo propósito, que sin duda logra, es impactar al espectador, dejarlo atónito, impedirle razonar (…) Es un uso desvergonzado y mentiroso de una tragedia nacional que a tantos nos tocó tan dura y directamente”.

El todavía ministro se disculpó a las horas de encendida la polémica por su descalificación del Museo de la Memoria que estaría, como secretario de Estado, bajo su dependencia. Dijo que ya no pensaba así (nunca supimos cómo pensaba ahora), que se trataba de una entrevista antigua (de hace dos años) y que nunca había negado o justificado las violaciones a los Derechos Humanos. Pero justamente la memoria le pasaba la cuenta y aunque el Gobierno trató de defenderlo, la rebelión de buena parte del mundo de la cultura que declaró que no trabajaría con Rojas y la presión pública terminó por botarlo.

El tema era sensible para el presidente Piñera. Es el único personero relevante de su sector que apoyó el No en el plebiscito contra Augusto Pinochet, fue capaz en su primer mandato de instalar (aun con matices posteriores) el concepto de los “cómplices pasivos de la dictadura” irritando a su sector y de cerrar el Penal Cordillera que más que cárcel era un club de campo para militares condenados por delitos de lesa humanidad.

Lo que quedó tras el fin de semana en que Mauricio Rojas fue ministro de Cultura, fue una discusión respecto del Museo de la Memoria. Desde la derecha hubo críticas porque no incluía el “contexto” previo al quiebre de la democracia en Chile, otros pidieron que se incluyera a quienes habían sufrido la violencia política de la izquierda y no faltaron quienes cuestionaron hasta los sueldos de los funcionarios del museo o los recursos que éste recibía en comparación con otras instituciones.

La respuesta más lúcida que vi esos días, la obtuve en una entrevista en el programa que conduzco en CNN Chile. Daniel Platovsky, un hombre que fue vicepresidente del partido de centro derecha Renovación Nacional, empresario, cercano a Sebastián Piñera, nieto de víctimas del Holocausto y del comunismo y miembro del directorio del Museo de la Memoria fue categórico: “Hay un concepto equivocado. Hay muchos que hablan de por qué no se ponen ahí las dos verdades. No existen dos verdades. Las violaciones a los derechos humanos la hacen los Estados, no las personas…”.

Mientras el silencio en el estudio de televisión era cada vez más profundo, Platovsky recordó que tras el golpe de Estado volvió con su familia a Chile, tras recuperar las empresas que el Gobierno de Allende les había expropiado y sostuvo: “en esa época y mirado desde esa perspectiva yo era entonces un agradecido de Pinochet y de los militares”. Pero estuvo dispuesto a ir más allá y consultado sobre si no había querido ver los crímenes de la dictadura, afirmó: “Probablemente, o no entendí los mensajes o no quise ver. Fui parte, quizás, de los cómplices pasivos. Lo quiero reconocer, porque me siento libre de eso ya, porque me di cuenta y reconocí el problema de los derechos humanos. Y eso es lo que le falta al resto de la derecha: reconocerlo. No duele, al contrario, ayuda”.

Un gesto como el de Platovsky, casi inédito y que estremeció a muchos, es parte del legado positivo que dejó el episodio del renunciado ministro. Como también lo fue el acto de desagravio que 10 mil chilenos realizaron al Museo de la Memoria.

A estas alturas uno podría contentarse con que Chile, a diferencia de España, tuvo no una sino cuatro comisiones que buscaron la verdad histórica y la reparación y tribunales que han ido avanzando (aunque muy lento y gran parte de las veces tarde para las familias de las víctimas y para los sobrevivientes) en Justicia. De hecho, en estos momentos más de 100 personas cumplen condena efectiva por crímenes cometidos durante la dictadura, aunque sea en un penal especial como Punta Peuco que se quedó pequeño y hubo que abrir un módulo en la cárcel Colina I.

Lo advirtió el famoso abogado Juan Bustos en su alegato de cierre por el caso del asesinado ex canciller Orlando Letelier (ocurrido en Washington hasta donde llegó el brazo de la dictadura de Pinochet). Haciendo un paralelo con Macbeth, dijo que los crímenes de los servicios de inteligencia del Estado de Chile quedaron ocultos en el bosque. Pero que el tiempo pasó y gracias a jueces valerosos y a la lucha de esas familias valientes que nunca ha dejado de preguntar “dónde están”, el bosque se corrió y los crímenes quedaron al descubierto.

Ver sólo esa parte de la historia sería quedarnos satisfechos con un vaso al que le falta mucho por llenar. Porque la polémica de estos días en Chile ha sido un recordatorio de que no tenemos una memoria compartida y que aún hay quienes relativizan el horror de la dictadura y quienes claman por un contexto cada vez que se habla de los crímenes cometidos; como si existiera contexto alguno en el cual violar la dignidad fundamental de una persona o perseguirla por sus ideas fuera menos grave. Todavía hay quienes como el diputado Ignacio Urutia llama “terroristas con aguinaldo” a las víctimas de la dictadura que reciben reparación económica por parte de ese mismo Estado que en otro tiempo los persiguió o los que proponen hacer un monumento u homenaje a Pinochet porque dicen fue “un brillante estadista”.

No es lo único. En la vereda del frente, también hay problemas. En buena parte de esa izquierda que vivió en carne propia la persecución del régimen militar y en los jóvenes militantes de nuevos partidos se aprecia un doble estándar inaceptable en materia de Derechos Humanos. Y de ello tuvimos un triste ejemplo hace poco.

En el Frente Amplio, que viene a ser de alguna manera afín al español Podemos, se desató una ácida discusión cuando el diputado Gabriel Boric cuestionó la forma en que su sector defendía las garantías fundamentales cuando se las vulneraba fuera de las fronteras chilenas. “Tal como condenamos la violación de los derechos humanos en Chile, los golpes 'blancos' en Brasil, Honduras y Paraguay, la ocupación israelí sobre Palestina, o el intervencionismo de Estados Unidos, debemos con la misma fuerza condenar la permanente restricción de libertades en Cuba, la represión del gobierno de Ortega en Nicaragua, la dictadura en China y el debilitamiento de las condiciones básicas de la democracia en Venezuela… no podemos permitirnos continuar con el doble estándar en esta materia”.

Se le dijo de todo: traidor, vendido, inoportuno (en momentos en que había unidad de la izquierda en torno al tema), que ayudaba a la derecha, que había que respetar el principio de autodeterminación de los pueblos, en fin. Toda una gama de justificaciones que difieren poco de lo que ha hecho el pinochetismo, cuando en esos tiempos oscuros las víctimas y sus familias clamaban con razón por la solidaridad internacional.

Triste. Una memoria que no se comparte, una derecha donde hay quienes aún valoran a Pinochet y niegan o justifican sus crímenes, una izquierda que relativiza los atropellos fuera de Chile. Anteojeras ideológicas transversales que impiden condenar al cercano.

Una adhesión así de precaria a los Derechos Humanos debilita cualquier democracia y se trasunta más allá de lo ocurrido entre 1973 y 1989. Porque cuando las garantías fundamentales se les respetan sólo a las buenas personas, entonces bien merecido si a unos delincuentes se les tortura a palos y golpes de electricidad en una cárcel (así se escuchó en la televisión chilena frente a un caso real). Y si se asume que los Derechos Humanos sólo los violan los del signo ideológico contrario, entonces su defensa no está garantizada.

Cuando falta poco para que este 5 de octubre en Chile se cumplan 30 años del plebiscito que perdió ese dictador al que no le bastó cambiar los lentes oscuros y el uniforme de capa por el traje de civil con una perla en su corbata, nuestro país aún tiene deudas importantes con los Derechos Humanos. Por ejemplo, no haber legislado a tiempo las exigencias (como disociación del delito o colaboración con la investigación) para que condenados por delitos de lesa humanidad accedan a beneficios carcelarios.

Pedro Sánchez lo vio en el Museo de la Memoria, Pinochet y sus sanguinarios “colaboradores” de los organismos de represión dejaron un doloroso número oficial de 3.216 desaparecidos y asesinados. Sumados a los presos y torturados; más de 40 mil vidas mutiladas.

A las pasadas víctimas les debemos Justicia, a todos la verdad ¿y al futuro? Al futuro le debemos que no haya nuevas víctimas. Que se eviten, no porque nunca más vaya a existir una democracia en crisis, no. Sino porque el verdadero Nunca Más se escribe con mayúsculas y es verdadero, sólo si no tiene fronteras ideológicas. Sólo si TODOS entendemos lo que Platovsky recordaba que su padre le dijo y que él nunca olvidó: “Me dijo ‘nunca te olvides que cuando el Estado se organiza para asesinar personas, es el fin de la sociedad. Es el fin de la humanidad”.