La política española está cambiado. Más rápido y más intensamente de cuánto puede parecer a simple vista. Quienes sostienen que estamos perdiendo el tiempo se equivocan. Perder el tiempo es dedicar horas y horas a discutir sobre el absurdo de que unos titiriteros hayan acabado en la cárcel por representar una sátira mal programada por un ayuntamiento. Y no solo se pierde el tiempo, también la coherencia cuando ese mismo ayuntamiento los denuncia para cubrirse las espaldas en lugar de acudir a defenderlos y asumir su responsabilidad.
En cuanto respecta a las negociaciones para conformar un nuevo gobierno circulamos despacio porque estamos en periodo de prácticas, pero estamos aprendiendo. La noche del 20D emergió un nuevo mapa político. Ha tardado un poco más, pero también era inevitable que surgiera la necesidad de aprender y ejercitarnos en otra manera de hacer política.
Tras años de monopolio de las estrategias de polarización bipartidista, donde había poca opción más que tomar o dejar el paquete completo de uno u otro, tras lustros de presentar el diálogo como una debilidad y el liderazgo autoritario como una virtud, tras décadas de convertir cualquier negociación en un trapicheo con oscuras intenciones, cualquier acuerdo en una rendición vergonzante y cualquier compromiso en una traición abyecta, somos un país que le cuesta dialogar, no sabe negociar y desconoce cómo llegar a acuerdos y compromisos fiables.
La cultura de la coalición que gobierna Europa ha sido tergiversada aquí por el vergonzoso relato sobre las desgracias de los bipartitos, los tripartitos, los cuatripartitos o los quintapartitos. A mayor número, mayor insulto parecía y como tal insulto se pronunciaba. Si alguna vez supimos negociar y pactar se nos ha olvidado. Es como si volviéramos a cursar primero de democracia.
Quienes aún se empeñan en intentar traducir el resultado del 20D a los viejos códigos de la polarización y reducir las elecciones a dos únicas opciones, “o ésta o aquella”, “o nosotros o ellos”, no acaban de creerse que los votantes españoles puedan haber decretado el agotamiento de la polarización como estrategia ganadora y motor principal de nuestra política y nuestras políticas.
Una de las consecuencias imprevistas de la crisis y las políticas de sufrimiento masivo impuestas como única opción posible ha sido disparar la demanda de más alternativas. La demanda siempre genera oferta. Es una ley que siempre se cumple, en la economía y en la política.
En el resultado del 20D hay mucho de cansancio de la política del “conmigo o contra mí” y la polarización a discreción. Se detecta también mucho de fatiga de una oferta electoral donde sólo se podía escoger entre dos grandes dinosaurios con su idéntica nula capacidad de adaptación. Se refleja también mucho de decepción con sus resultados y perdida de confianza en su capacidad para resolver problemas o mejorar las expectativas.
Volver a llamarnos a las urnas puede que no varíe demasiado una ecuación que solo deja claro que para gobernar hay que entenderse y llegar a compromisos con los tuyos, con quienes se te parecen y al menos una parte de quienes ni son cómo tú, ni se quieren parecer.
La legitimidad ya no nace ni puede nacer de una victoria electoral que solo puede resultar mínima. Proviene del acuerdo y el pacto entre iguales. Entramos en tiempos donde funcionará mejor y se valorará más la capacidad para llegar a acuerdos e integrar posiciones aparentemente incompatibles, que la firmeza o la intransigencia en las defensa a ultranza de los postulados propios.
La polarización ha muerto, al menos por un tiempo. Hemos entrado en otro ciclo político más poliárquico y descentralizado, donde el poder debe repartirse entre múltiples posiciones y niveles y combinando viejas y nuevas dimensiones diferentes, igual que ya lo han hecho los propios votantes.