La insólita huelga que han llevado a cabo de forma conjunta esta semana jueces y fiscales no ha acaparado el prime time. No era aún suficientemente disruptiva y las leyes de la noticia y del interés son implacables. No por ello ha sido un fracaso. Hay que conocerlos un poco para valorar lo difícil que les ha sido llegar a la unidad en la convocatoria por parte de todas las asociaciones judiciales y fiscales.
Alrededor de un 60% de los jueces españoles la secundaron. No molestaron mucho, de momento, aunque no hay datos exactos de suspensión de juicios y diligencias porque el Ministerio ya se ocupó bien de mover sus hilos -la dependencia directa de los letrados de Gobierno de los TSJ- para que fuera más difícil saberlo. A marrullerías y zancadillas no hay quién le gane a Catalá. No ha dudado ni en atacar a la independencia judicial ni en amenazar con el espantajo de los cotilleos que le cuentan. Hacer algo de provecho, eso es otra cuestión.
Más allá de este análisis de datos, me parece que la huelga desarrollada por los jueces ha dejado al descubierto de una forma obscena la fractura que dentro del propio Poder Judicial se vive actualmente. Si fuera Rivera, les diría que salgo a los juzgados de España y veo jueces, jueces aquí y allí, pero lo cierto es que sería una simplificación vana. Más o menos del calibre de la suya. Cuando se observan los índices de seguimiento de la huelga, y la forma en que ha sido convocada, no puede sino observarse la enorme fractura que se produce entre las togas de a pie y las de las acrópolis, entre los que están enterrados en trabajo, papeles y hasta cucarachas y los que recorren pasillos enmoquetados y reservados de restaurantes de postín. Entre los que aspiran a sobrevivir en su empeño y a ser dotados de la mínima dignidad para desempeñarlo y los que más que nada aspiran. Aspirar es libre, pero con el sistema actual tiene sus peajes. No es baladí que una de las reivindicaciones de la protesta sea acabar con el sistema.
Una curiosidad casi entomológica puede llevarnos a poner la lupa sobre el seguimiento de la convocatoria por parte de aquellos que ocupan cargos de libre designación y aspiran a seguir ocupándolos, a los que han sido promovidos por un CGPJ dependiente del poder político y a los tribunales más próximos al poder y que están poblados por magistrados que no han perdido la esperanza de hacer carrera. El porcentaje más bajo de participación se ha producido en Madrid, donde ha sido cifrado en el 48% pero si con esa lupa nos acercamos a alguno de sus órganos, por ejemplo, a la Audiencia Nacional, descubrimos que el porcentaje de huelguistas fue del 9% (8 magistrados de 87) y en el Tribunal Supremo del 0% (cero patatero magistrados de 79). Los presidentes de los Tribunales Superiores de Justicia tampoco fueron a la huelga. Estos hicieron una suerte de esquirolaje con esguince de cintura y concesión al tendido. Todos apoyaron un documento en el que se reconoce, más o menos, que es lógico que sus jueces estén hasta las puñetas, pero afirman no poder acompañarlos por su “posición institucional”, o sea, pretenden que las funciones representativas y gubernativas que ostentan les convierten en más “responsables” que las funciones jurisdiccionales a sus compañeros. Paparruchas. Lo que sucede es que enfrentarse al poder político es complicado porque luego hay que renovar o que seguir trepando.
Lo mismo sucede en otros órganos próximos al poder y con un nivel de politización mayor. No solamente están afectados en mucha menor medida por los problemas de sus colegas -ya se imaginan que en la Audiencia Nacional lo que les preocupa ahora de la carga de trabajo es que baje tanto que les haga inútiles, por eso fuerzan sus competencias- sino que albergan a muchas más personas que han planificado una carrera ascendente a la que no han renunciado todavía. Y esa carrera pasa, entre otro millar de cosas, por no indisponerse con el poder.
La separación de Tribunal Supremo de la carrera judicial común es aún más pasmosa porque pasmoso es que un 40% de sus miembros firmara un comunicado en el aseguraba respaldar las reivindicaciones planteadas en la huelga y que después ni uno solo de ellos las secundara. No veo otra lectura sino la de que es casi imposible soslayar que las reivindicaciones son justas pero que algo les impide en ciertos ámbitos apoyarlas de la única forma en que es posible apoyar una huelga a la que estás llamado y que es haciéndola. Ellos, como los desaparecidos vocales del silente Consejo General del Poder Judicial ya se llevan la máxima paga posible en el negociado a casa. Ya tienen todos los medios que piden y tienen su vista puesta en otras cosas. A su modo, son la casta. Algunos, no todos, no dejan de ver las necesidades del pueblo llano, pero de una forma lejana e impersonal dado que no les atañen. Ellos están a otras cosas. Y eso que bastantes de entre esos magistrados han llegado a la cúpula de su carrera enarbolando precisamente el mérito, no jurídico, de haber sido los responsables de sus respectivas asociaciones profesionales.
Eran otros tiempos. Aquellos en los que escalar dentro de la asociación o ser su portavoz todavía ayudaba a posicionarse en los puestos de salida para la escalada. Eran los tiempos en los que un doble poder basculaba y movía los hilos en el Consejo. Necesitabas que el Gobierno te viera con buenos ojos, pero también que tu asociación no te diera la espalda. Gallardón quiso acabar con eso y lo logró. Cambió y prostituyó la estructura constitucional del CGPJ, con otra de las trampas del poder, y lo dejó reducido a una pequeña corte a las órdenes del pretor. Ese pretor es Lesmes y ha ejercido de tal, aunque ahora ha caído en desgracia. Catalá ya no rema en su barca, sino que parece hacerlo en la de aquel que maneja el rumbo de la Sala Segunda. Aquí no hay puntada sin hilo.
¿Y qué tiene que ver todo esto con el día a día de la mayoría de los jueces de este país? Pues nada. El poder te aleja de tu gente, lo mismo te vayas a Galapagar que te mudes a la Plaza de la Villa de París. Les he contado muchas veces que hay dos Justicias y creo que, por eso, a veces hay lectores que no terminan de pillar si “creo” o no “creo” en la Justicia de este país. Malo es que nos movamos ya en el campo de la fe, cuando de la Justicia sólo deberían esperarse hechos, certezas y seguridades. Desde luego que no “creo” mucho en la casta de la Justicia. El poder tiene un elevado potencial transformador y puede que me haya sido dado observarlo demasiado de cerca. Desde luego que creo que hay miles de jueces currantes, honestos y honrados que tratan como pueden de achicar las vías de agua de un buque que se hunde. Y dentro de ellos un número creciente de jóvenes llegados ya a una carrera proletarizada y maltratada que vienen empujando para reclamar lo que en puridad es justo ¿Le importan a alguien? Eso es lo que ellos pretenden saber. A todos los demás también nos va mucho en ello.