Dice el diario Le Monde en su editorial de este jueves que los franceses “están deprimidos o irritados y ya no dan mucho crédito a los gobernantes”. La frase viene a ser un calco de las que se utilizan en otros países del sur de Europa -España, sin ir más lejos, pero también Grecia, Portugal o Italia- para definir el ambiente social imperante. Aquí eso es así -el enfurecimiento y la desafección ciudadana- desde hace ya unos años, pero en Francia se presenta como una novedad. Porque es un país más rico -la segunda economía de Europa después de Alemania- y porque hasta ahora se habían ido librando de los tijeretazos o estos se vendían como una operación casi cosmética en comparación con las subidas de impuestos a los ricos.
Ahora todo parece haber cambiado. Y eso que no hace ni dos años que los franceses votaron masivamente un programa electoral, el del actual presidente de la República, François Hollande, que marcaba un ritmo y unas políticas totalmente distintas a esas del sufrimiento que la troika impone a griegos, portugueses, italianos y españoles. Con sus propuestas de estimular el crecimiento y el empleo, Hollande fue la esperanza de los franceses y también de muchos europeos que le vieron con la fuerza, que después ha demostrado no tener, para plantarse ante el austericidio que ha empobrecido a los países citados y a la mayoría de sus habitantes. A base, por cierto, de aplicar medidas como las anunciadas esta semana por el primer ministro francés, Manuel Valls: Congelaciones y bajadas salariales, congelación de las pensiones, recortes de las prestaciones sociales...
Valls acaba de llegar al puesto. Le nombró Hollande para hacer frente al batacazo que se pegó el Partido Socialista en las elecciones municipales. Salvo en París, donde ganó la franco-gaditana Anne Hidalgo. La designación de Valls deriva de la lectura errónea de que los electores perdidos quieren un giro a la derecha. Así que con la energía de los triunfadores, el nuevo primer ministro no tardó ni diez días en explicar estas políticas del dolor con un argumento bien conocido en nuestros lares: “Francia no puede seguir viviendo por encima de sus posibilidades”.
El anuncio ha provocado escalofríos, los que en mayo de 2010 les causó a los españoles que Zapatero, con aire de derrota, desglosara en el Congreso de los Diputados el inminente tijeretazo. Lo mismo. Congelación de pensiones, recorte de las prestaciones sociales... Aquí se bajó un 5% el salario de los empleados públicos. En Francia está congelado desde 2010 y seguirá así una temporadita más.
Hace más de un año que los responsables del Fondo Monetario Internacional (FMI) admitieron que se habían equivocado con las dosis de austericidio aplicadas a Grecia, porque -¡oh sorpresa!- habían generado más paro y más pobreza. No se conoce que hayan pedido perdón ni que hayan rectificado. No sólo eso, siguen recetando la misma medicina que ha demostrado que no sirve para salir de la crisis, que no impulsa el crecimiento de la economía. De hecho, quienes ahora exigen a Francia las mismas medidas -los mismos que las impusieron en los otros países- alegan que la economía francesa está estancada. ¡Ni que un crecimiento del 0,4% en Alemania fuera para echar cohetes! Sorprende el empecinamiento en el error. El empeño en aplicar políticas que solo generan sufrimiento a quienes no son responsables de los desmanes financieros y no frenan, sin embargo, los comportamientos que llevaron a esto.